Ayer fue Día de las Letras Canaria, celebración anual que tomó como referencia la fecha del fallecimiento en 1813 del insigne José Vieja y Clavijo. Cada año, a partir del 21 de febrero, se celebra la vida y la obra de una de nuestras plumas importantes, y estas celebraciones se prolongan durante meses, especialmente en las ferias del libro, con diversos actos en torno a la obra del escritor o la escritora que haya sido elegido por el Parlamento de Canarias. Este año, se recuerda y enaltece merecidamente a Dolores Campos-Herrero, prematuramente desaparecida y sin duda una pionera de las nuevas generaciones literarias sobre todo en Gran Canaria, aparte de la espléndida luz de su obra.

En 2018, la Biblioteca Insular de Gran Canaria convocó el Premio de Narrativa Breve “Dolores Campos-Herrero”. Resultó ganador de dicho certamen el escritor Sebastián de la Nuez Aránega, con un volumen compuesto de cinco piezas que basculan entre la crónica personal y el relato, un género más practicado en Hispanoamérica que en España, y que por acá se prodiga poco. Anoche tuve el cometido de presentar el libro en sociedad, con cierto retraso, ocasionado por las circunstancias especiales que hemos vivido en los últimos tiempos.
Aparte de que siempre serán pocos los homenajes y recordatorios a Dolores Campos-Herrero, se presenta El llanto de la memoria (así se llama el libro) precisamente el Día de Las Letras Canarias que conmemora la estela de la amiga y admirada escritora. Comentaba más arriba que las narraciones que componen el libro levantan acta de un tiempo convulso, y de las impresiones que tiene el escritor en su dilatada estancia en Venezuela, de su visión de Madrid en un tiempo siempre agitado y Las Palmas, representada por la casa familiar de Tafira. Venezuela está en los tres primeros relatos, vista por el ojo crítico de un periodista, y de alguna manera sobrevuelan también el exilio y el desexilio del que hablaba Benedetti, el “Ni soy de aquí, ni soy de allá” de Facundo Cabral. También aparece (seguramente como en la mayoría de los países hispanoamericanos) la pregunta del personaje de Zavalita, que se hace al comienzo de la novela Conversación en La Catedral, “¿en qué momento se había jodido el Perú?”, en este caso Venezuela. ¿Qué fue de aquella Venezuela imaginada por Rómulo Gallegos y que trató de materializar en sus dos presidencias Rómulo Betancourt? No perduró, como el México intentado por Lázaro Cárdenas y otros casos fugaces en las repúblicas americanas.
La última partitura de este volumen es una gran foto coral de Madrid, visto por alguien que viene de fuera y que, palpado el ambiente, se muestra escéptico cuando ve en una exposición la frase “La guerra ha terminado”, y desde luego el más curioso literariamente es el cuarto relato, Como una dalia roja gigantesca, que es una especie de selección de los papeles inéditos de su padre, el inclasificable Antonio de la Nuez Caballero, cuya obra está aún por descubrir en su amplitud literaria, pues a pocas cosas hizo ascos en el gran abanico de la literatura. Antonio de La Nuez es un escritor curioso, en el sentido de que su curiosidad no tenía límites. Por otra parte, hay escritos y cartas (algunas parcialmente reproducidas) de cuando el joven Antonio era teniente durante la Guerra Civil española, fuera en Teruel o en Madrid, reflexionando sobre la fugacidad de la vida y la inutilidad de la guerra. Son documentos que deberían publicarse y estudiarse en profundidad, porque son claves para entender de primera mano hasta donde puede llegar el odio desencadenado por las palabras. No es lo mismo escribir a toro pasado de una guerra que hacerlo en la trinchera en la que se está produciendo.
Sin duda, en este libro está la nostalgia de Canarias y de Venezuela, y de tiempos, de ilusiones y fracasos. Y debemos comentar, como hizo en su día Vargas Llosa, que el Perú no se jodió en un solo momento, ni Venezuela, ni España, ni ninguna sociedad, incluyendo la canaria. Es la suma de momentos la que hace que algo se resquebraje, justo la lección que no queremos aprender.