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No molesten, que estoy en casa

 

Vivimos desde hace demasiado tiempo una especie de dejá-vu, y eso acaba dejando huella en nuestro día a día. Es cierto que hay que salir con cuidado, cumplir las medidas básicas contra el contagio y, de esa manera, recuperar la convivencia, las relaciones de siempre, aunque no pueda haber abrazos, y seguir esperando a que este culebrón tenga un final, o al menos una presencia atenuada. Esa es la consigna, porque si nos encerramos en nosotros mismos acabaremos como anacoretas, aislados y silentes.

 

 

Siempre he sido reacio a creer en confabulaciones planetarias para conseguir esto o lo otro. Ahora, tampoco es una conjura, es lo de siempre: a unos pocos les importa un bledo los sufrimientos ajenos, con tal de ganar ingentes cantidades de dinero, otros aprovechan la ocasión para engordar sus cuentas y siempre ocurre lo mismo: los poderosos salen más ricos de estas crisis, ya pasó en los años setenta del siglo pasado o en la crisis financiera de 2008, y detrás queda una larga cola de más empobrecidos. En lugar de llamarlo conspiración debemos nombrarlo como lo que es: capitalismo; porque lo vemos en cómo todo aquel que puede se aprovecha del comercio de mascarillas, vacunas y ahora los test de antígenos. Hasta Rouseau habría cambiado de opinión con todo esto, y tal vez no tenía razón en que nacemos buenos y la sociedad nos hace malos. Empiezo a pensar que la maldad, la insolidaridad y la crueldad la traen de serie los bebés, aunque es verdad que luego, al crecer en un clima de valores, muchos de ellos pueden llegar a ser buenas personas. No sé, es todo muy cíclico y dudoso.

 

Sin embargo, en este episodio hay otros elementos que sin duda cambiarán el comportamiento individual y como consecuencia el social. Ya lo estamos viviendo como resaca inacabable del confinamiento de 2020; no ha afectado a todo el mundo, pero sí a una buena parte de la población. No poder salir, o hacerlo a unas horas determinadas, se vivió en su momento con gran angustia, era como vivir en una cárcel y tener solo unos momentos para salir al patio, pero sin visitar a nadie ni quedar con nadie, porque tal vez, por edad, no coincidían las horas de salida, los barrios estaban muy lejos y los bares cerrados. Era una privación de libertad de movimientos, y creaba ansiedad porque era un comportamiento impuesto.

 

En el confinamiento también se expandió el teletrabajo, las videollamadas y el uso exagerado de las nuevas tecnologías, puesto que había mucho tiempo en casa. Ha pasado más de año y medio desde que pudimos salir y entrar sin miedo a una multa, pero hay un sector de la población que se acostumbró a estar en casa, incluso gente que vive sola, y ahora sale a la calle lo imprescindible, contesta al teléfono con monosílabos, y, en definitiva, le molesta la gente.  No son casos aislados, es un fenómeno que está haciendo mella en la sociedad. Podríamos decir que es una especie de agorafobia, en la que ha crecido el retraimiento y a la vez ha convertido a la gente en más agresiva, solo hay que echar un vistazo a las redes sociales, donde primero se insulta o se descalifica y luego se argumenta, o ni siquiera eso.

 

Lo que en marzo de 2020 se vivió como una privación de libertad (necesaria o no es otro debate), ahora se elige, seguramente porque se ejerce la libertad de no salir, no hablar, no compartir. Ese aislamiento voluntario va contra la esencia misma del ser humano, pues ya dijo Aristóteles que el hombre es un animal político, esto es, que necesita relacionarse con los demás para avanzar como sociedad. La actual situación de este sector de la población puede crear muchos problemas de convivencia, consecuencia de esta anomalía psicológica, que puede ser una nueva epidemia.

 

Este ensimismamiento empezó como una obligación impuesta por el Estado de Alarma, continuó con el miedo al contagio ola tras ola, y va camino de convertirse en una forma de vida, y de esa manera conseguir el bienestar general se va a poner mucho más difícil de lo que ya lo es. Los gobiernos deben hablar claro a la población, pues una y otra vez se guardan cartas y la gente no sabe muy bien a qué atenerse. Además de con los productos de uso en la pandemia, se trafica con el miedo y la ocultación. Y lo hacen todos.

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96 cumpleaños

 

Hoy, 14 de enero, cumple 96 años Antonio González Silva, mi padre. He hablado varias veces de él y no voy a repetirme. Solo diré, con palabras de Antonio Machado, que es un hombre, en el mejor sentido de la palabra, bueno. Pertenece a esa generación que ha atravesado el tiempo asumiendo lo que había en cada momento. Vivió de niño la angustia y la incertidumbre de una guerra civil, con dos hermanos mayores en las trincheras, la escasez hoy inimaginable de los cuarenta, la dureza de los cincuenta, y así, década a década, siempre aguantó el tirón y nunca perdió el sentido del humor. La maldita pandemia le ha robado unos años más plenos, la rondalla de la que formaba parte se diluyó con el confinamiento, hay limitaciones de todo tipo y, al ser parte de la población vulnerable, no puede casi salir sin compañía, cuando antes de la llegada del virus él se movía en guagua solo por la ciudad vieja que tan bien conoce. Pero no pierde el humor, aunque siempre está el miedo al contagio cuando llegamos a su lado, con todas las precauciones posibles y más.

 

 

Suma años, décadas y casi siglos, contra viento y marea; sigue esperando que se rearme la rondalla para volver a salir de romería a cualquier punto de la isla. Aunque no se olvida de su guitarra, que, desde muy joven, siempre ha estado con él. Ojalá sus deseos se cumplan y salga de este túnel por el que vamos todos, que sigue siendo oscuro, por mucho que las autoridades traten de pintarlo de colores.  Espero y deseo que siga amando el presente y pensando en el futuro. Amor y respeto no le falta a su alrededor; se los ha ganado. Felicidades, papá.

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Que los monstruos no crezcan

 

Venía a decir Albert Einstein que no es posible conseguir resultados diferentes aplicando siempre la misma receta. Si un plato te sale mal y cuando vuelves a hacerlo utilizas idénticos ingredientes, los echas a la olla en igual orden y reiteras los tiempos de añadidos y cocción, es incontestable que saldrá exactamente como la vez anterior, y por muchas veces que lo intentes sin un solo cambio, saldrá como la primera vez: incomestible. Se supone que algo tan evidente sería el ABC de los comportamientos individuales y sociales, pero resulta que no, que siempre tropezamos en la misma piedra, unas veces porque hemos olvidado el primer tropezón (de ahí la importancia de la Historia como memoria colectiva), otras porque la soberbia nos hace creer que aquello es agua pasada y no volverá a ocurrir, y otras porque, aunque sepamos todo lo anterior, lo dejamos pasar porque hacer algo diferente a lo hecho en situaciones similares puede restarnos poder inmediato.

 

Fotografía: Kellepics en Pixabay. Usada bajo licencia Creative Commons.

 

Hace más de una década, cuando la crisis financiera de 2008 nos remitía a situaciones parecidas del pasado (la más recordada fue el “Crack del 1929), muchos advertimos que ese era el caldo de cultivo para que crecieran los totalitarismos. Nadie que tuviera capacidad para ello movió un dedo para hacer algo distinto a lo que se hizo en la Gran Depresión. No había que ser adivino para colegir que los efectos serían similares. Y ahí están ahora, delante de nuestras narices; Cuando ya tenemos las consecuencias muy visibles, en lugar de hacer algo (no sé si tal vez ya sea tarde), nadie cambia el juego y encima parece que algunos (muchos) echan más leña al fuego para alimentar al monstruo.

 

Ya ocurrió en el período de entreguerras. La ecuación es muy sencilla: hay una crisis creada por la voracidad del capitalismo ultraliberal, el pueblo angustiado se entrega a las prédicas victimistas porque siempre se culpa al diferente (extranjero, homosexual, judío…), aparecen líderes de cartón-piedra con discursos simplistas e incendiarios, y a lo tonto se instala el fascismo-nazismo-stalinismo-nacionalismo excluyente, con matices distintos pero con un desenlace idéntico: fanatismo, estado totalitario, imperio del miedo y desaparición de la libertad y a menudo de la vida. Ah, bueno, pero son cuatro gatos; pues los nazis eran una camarilla reducida que daba risa en Múnich cuando se reunían alrededor de Adolfo Hitler, un tarado que si prestamos atención a su discurso se parece mucho al de un borracho ignorante y violento. Da risa, sí, pero es muy peligroso.

 

Los fascistas eran distintos, pero también pocos, y Mussolini un encantador de serpientes que más parecía retransmitir un partido de fútbol que pronunciar un discurso político coherente. Al final, esos monstruos crecen y se hacen con el poder; se alimentan del descontento y se convierten en símbolos intocables. Ahora el clima político, social y económico es ideal para estos movimientos, y quienes tienen responsabilidades políticas han de cercenar esas simientes del odio. Pero resulta que, como siempre, actúan como si fuese cosa menor, y hasta les ceden espacios para que lancen sus proclamas. Hay que estar atentos, porque con discursos victimistas y culpabilizadores se suele dar la vuelta a la tortilla.

 

Reproduzco ahora una redacción, escrita por el adolescente Bentejuí, publicada en 2012: «Antes, el mundo era muy cruel. Había un tal Adolfo Hitler que, por ser de otra raza, otra religión o porque no le gustaban, metía a las personas en campos cerrados y a muchos de ellos los mataba con gas. Por lo visto, así mató a millones. También había otro tipo llamado Stalin, que hacía lo mismo en otros campos que llamaban gulags, y dice mi padre que también los norteamericanos encerraron como ganado a los japoneses y sus descendientes que entonces vivían en Estados Unidos, aunque estuviesen nacionalizados. Más tarde, otro tipo llamado Kruschev construyó un muro que separó a los berlineses incluso de sus familias, y si alguien quería cruzarlo lo mataban. Dice mi profesora de Historia que los gobiernos del mundo de entonces permanecieron de brazos cruzados y permitieron que los monstruos crecieran.»

 

Finalmente, tenemos que imaginar una redacción que escribiría la adolescente Guacimara en 2093: «Antes, el mundo era muy cruel. Había un estado en el Mediterráneo oriental que, por ser de otra raza, otra religión o porque no le gustaban, metía a las personas en campos que llamaban de refugiados, pero no era un refugio, sino una cárcel. Incluso hubo asesinatos en masa en algunos de estos campos. También existió un tal Georges Bush Jr. que creó una ley por la que a cualquiera que fuese sospechoso de terrorismo lo encerraban en un lugar llamado Guantánamo, y allí permanecía por tiempo indefinido, sin juicio y con un trato terrible. Dice mi madre que en el Sahara Occidental construyeron una muralla, parecida a la Berlín, pero más larga, y otra en Palestina, y miles de saharauis vivían hacinados en el desierto en los campamentos de Tinduf, lo mismo que otros fugitivos en Somalia, Zaire, Chad, Lesbos… Mi profesor de Estudios del Pasado dice que los gobiernos del mundo de entonces permanecieron de brazos cruzados y permitieron que los monstruos crecieran.»

 

No sé si todavía hay tiempo para añadir lucidez y determinación a esta receta y cambiar la futura redacción de Guacimara.