En estos tiempos en que cada cual trata de colocarnos su verdad propia, exclusiva e irrebatible, haciendo imposible el debate, porque parece haber una sordera en la que solo escuchan cerebralmente sus teorías como Beethoven imaginaba el sonido de sus sinfonía al final de su vida, me viene a la memoria el episodio real de un gallo cantarín, que habría hecho carrera en la ópera por la potencia de su canto, y que tuvo en vela al barrio varias semanas porque se saltaba las costumbres; los horarios los manejaba al revés: por el día no se le escuchaba, pero empezaba su recital apenas llegaba la medianoche, con una cadencia de quince minutos.
El gallo debía de ser hiperactivo o tal vez traído de las antípodas y no se adaptó, pues no se regía por el Sol, sino por el horario de Nueva Zelanda. Empezó cantando justo antes del amanecer, pero poco a poco se fue saltando el protocolo y cada día lanzaba su proclama más y más temprano, hasta que, pasada una semana, su canto nocturno empezaba cuando el reloj marcaba las doce. Y lo hacía con mala fe, cantaba a muchos decibelios durante cinco minutos, paraba un cuarto de hora, y volvía otra vez a repetir el ciclo, y así hasta que el Sol hacía un par de horas que había abandonado el horizonte.
Dormir era imposible, cuando cesaba, intentabas entrar en el sueño otra vez, y cuando ya estabas dormido, volvía a cantar. Era como una maldición, te ponías en la calle de arriba y el quiquiriquí parecía venir de las de abajo. Caminabas buscando el foco del sonido, y entonces parecía provenir de la calle donde estabas antes. Eran un gallo mágico o diabólico. No se sabía dónde se ubicaba, y de tanto malestar, hubo hasta una manifestación de los vecinos frente el ayuntamiento. Era surrealista, un barrio entero movilizado por un gallo que se había propuesto enloquecer a la gente. Algún concejal comprensivo debió dar la orden a la policía, y parecía una película ver a los coches y las motos de los agentes recorriendo el barrio en plena madrugada buscando un gallo que hacía terrorismo psicológico.
Nunca supimos qué pasó con el gallo. Lo cierto es que, durante la tercera madrugada que la policía hacía batidas por la zona, se dejó de escuchar el canto de aquel gallo misterioso, malintencionado y, desde luego, superdotado para el canto. Unos dijeron que estaba en un balcón de una calle estrecha que le ampliaba el sonido, otros que en la azotea de una casa terrera, pero nunca se dijo de dónde provenía el canto, ni qué demonios le pasaba al gallo y por qué se oían tan fuerte sus quiquiriquís.
Pasa como con esos gallitos entendidos en todo, que siguen diciendo disparates, mentiras interesadas e inutilidades a todas horas, mientras la población no sabe qué y a quien creer, porque opiniones de la misma fuente se contradicen con la realidad de los números que se publican. Ojalá algún día sepamos qué sucede realmente y no nos pase como con el gallo que tuvo a un barrio desquiciado durante un mes, y que quince años después seguimos sin saber la verdad.
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