Nostalgia de lo que odiábamos

 

Ha llegado el frío y la lluvia, dicen que antes que otros años, hasta el punto de que aseguran que este noviembre ha sido el más frío en décadas. Esperemos que no pase como en algunos años anteriores, que hubo buena lluvia en otoño y ya no le volvimos a ver el pelo hasta el otoño siguiente. Ya en pleno diciembre, hemos tenido que recuperar con cierta prisa la ropa de abrigo, para intentar ir haciéndonos a la calle navideña, que ya es plena desde que se encendieron las luces de las zonas comerciales.

 

 

Esta Navidad se presentaba hace unas semanas diferente a la de 2020; sin embargo, entre viernes de compras (que duran una semana) y días de puente, parece que los números se complican y hay que empezar otra vez a contar comensales por mesa. Es curioso cómo echamos de menos lo que antes parecíamos odiar, cuando comentábamos el fastidio de las cenas familiares, los almuerzos de empresa o la cita casi obligada con los amigos para cerrar el año con una copa o una comida. Recordamos las mesas alargadas en las que finalmente solo hablas con los comensales que te tocan al lado, porque no hay garganta que alcance al más lejano con su voz, y nunca he escuchado elogios sobre esas navideñas mesas-tren. Y resulta que las añoramos.

 

Ahora el debate es si comer dentro, que es menos seguro, o comer fuera, que hace frío. Se limita el número de comensales por mesa, y  como  no se convive bajo el mismo techo que toda la compañía, esa comida conjunta se convierte en pequeños grupos, que incluso puede empeorar si no te toca con la gente más cercana. Y no les cuento la vaina que se montará en los espacios que pidan pasaporte covid. En cualquier caso, la gente parece haberse acostumbrado al sonsonete del número de contagios, ingresados y fallecidos, y sigue inmersa en la confusión de no saber exactamente qué está pasando, aunque, por si acaso, mejor cuidarse. Ánimo.

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