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Respeto a las personas mayores

 

Ya es crónico que la ayuda a las personas mayores o discapacitadas sea una asignatura pendiente de todas las administraciones canarias. En primer lugar, porque, para acceder a esa lista, hay que atravesar un galimatías burocrático, y se embarulla porque hay unas responsabilidades repartidas entre administraciones a distinto nivel. Recorrer ese sendero es un calvario de idas y venidas, esperas interminables y, finalmente, no se sabe muy bien quién tiene que hacer qué, o tal vez los sepan las instituciones responsables, y al cabo la ciudadanía tiene la sensación de que se pasan la pelota.

 

 

Una vez conseguido el status que fuere, después de varias visitas de asistentes sociales, valoraciones técnicas y otros trámites, esas ayudas domiciliarias, subvenciones imprescindibles, asistencias a centros de día o entrar en residencias públicas, no son inmediatas, va de meses a años, en edades en las que las expectativas vitales son muy cortas. Mucha gente muere con el reconocimiento oficial de sus necesidades, pero sin que nada se mueva; otros sin que ni siquiera haya terminado la subida a ese Gólgota burocrático que no se sabe muy bien dónde ni cuándo termina.

 

El discurso siempre ha sido el mismo, echar la culpa a las circunstancias, aunque siempre hay dinero para proyectos inverosímiles. A partir de 2008 se hizo endémico el sonsonete de la crisis financiera internacional que también nos afectó, y de qué manera. Cuando decían que ya se empezaba a remontar, llegó el covid-19, y ese fue un argumento irrebatible que sin duda dañó las políticas sociales. Ahora no sé cuál será la justificación para explicar la lentitud (que acaba acarreando el abandono) de las personas que lo necesitan. En justicia, hay que recordar que estas personas mayores arrimaron el hombro con generosidad para salir del agujero económico de la posguerra. Sí, esa gente se entregó pensando en los que vendrían después, procurando siempre que sus hijos y sus nietos no tuvieran que sufrir lo que ellos sufrieron. Se les debe el máximo respeto. Y ese respeto empieza por cuidarlos.

 

Hay muchas personas de las generaciones más jóvenes (y no tan jóvenes) que piensan que el mundo fue siempre así, como ellos lo han encontrado y disfrutado. Se olvidan del esfuerzo colectivo que se hizo durante décadas, sin rechistar, pero con la mirada puesta en los demás, en el futuro. Esa abnegación la veo como un acto de amor por la gente que nacería muchos años después. Y a esas personas que lo han dado todo se les ponen mil trabas de ventanilla en ventanilla. Es injusto, y muy triste saber que Canarias está a la cola en la atención a las personas mayores o con alguna discapacidad.

 

Ah, sí, están las residencias privadas, que son casi inalcanzables para la mayoría, porque, como ocurre con todo servicio al público en el sector privado, se convierte en negocio. Además, ya hemos visto algunos casos en los que la atención a los ingresados era medieval. Porque las residencias no pueden ser almacenes en los que languidecen seres humanos. También se acude al argumento de que donde mejor están las personas mayores es en su casa, con su familia. Eso es indiscutible, pero a menudo sin esos apoyos externos no se puede, porque ahora, por fortuna y justicia, las mujeres también tienen amplio acceso al mundo laboral, y en la mayoría de los casos es físicamente imposible salir a ganarse el pan y a la vez cuidar a una persona mayor. Por desgracia, esto es más habitual de lo que sería deseable, y aquí tenemos otra reivindicación feminista, porque estas tareas recaen casi siempre y por inercia en las mujeres.

 

Y como terminan las instancias, el firmante no pide, ni solicita (mucho menos, suplica) EXIGE a quienes corresponda, que se pongan las pilas, porque lo de las personas mayores no es cuestión de beneficencia, sino de justicia.

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Marengo

 

Hace un par de años, participé en un libro colectivo, ALAR DE ROSAS, cuyos beneficios serían destinados a un orfanato en Honduras. El libro es magnífico, coordinado por Teresa Iturriaga Osa, y contiene relatos de varios autores. El tema común es la amistad, especialmente en tiempo infantil, y el relato que aporté fue MARENGO. Es este:

 

 

«Marengo era un caballo que trajo del sur de Francia el amo Neftalí, un percherón de trabajo que no pertenecía a la aristocrática y refinada raza árabe del caballo preferido de Napoleón, que vino de Egipto y obtuvo su mítico nombre de la batalla italiana en la que el emperador se enfrentó a los austríacos. El Marengo imperial sostuvo al corso en sus más fabulosos triunfos y en su derrota de Waterloo, tan legendaria como sus victorias. Allí fue tomado prisionero por los ingleses y llevado a Inglaterra; murió de viejo, venerado por los amantes de los caballos y de la historia. Hoy, su esqueleto se conserva en un museo militar del barrio londinense de Chelsea.

 

El amo Neftalí compró el potrillo Marengo de esta historia en una granja de un pueblecito cercano al puerto de Tolón. Recibió su nombre del barco francés que lo trasladaría a la lejana isla donde el amo Neftalí poseía extensas e intrincadas explotaciones agrícolas. Muchas de estas tierras tenían malos caminos porque entonces apenas se habían roturado estrechas y difíciles carreteras de tierra; el amo pensó que un caballo de carga vendría bien a su mayordomo, el abuelo Zacarías, para recorrer aquellas lomas peladas, aunque también ayudaría en las tareas en las que hiciera falta la fuerza de un animal de ochocientos kilos. El Marengo del amo Neftalí no estaba destinado a cabalgar en las batallas de Austerlitz o Borodino, sino a tirar de pesados carros, a trasladar sacos de muchos quintales y toneles de combustible para los motores elevadores de agua de la represa de Cortadores, que recogía agua de las lluvias de las escorrentías de muchas hectáreas de pinar.

 

Marengo mostraba su descontento cuando le ponían la albarda de carga: Le gustaba más la silla de montar. En realidad, solo Zacarías conseguía controlar su mal genio. El abuelo se comunicaba mejor con el percherón que con las personas, hasta el punto de que a veces resultaba difícil establecer cuál de los dos era el hombre y cuál el caballo. Zacarías era hosco, de pocas palabras, pero tenía una especie de autoridad natural que lo hacía idóneo para hacerse respetar, aumentada por el temor que infundía el hecho de que nunca se le vio sonreír. Era como los jinetes solitarios y taciturnos de las películas de pioneros del Far West. Durante varias décadas, hombre y animal conformaron una especie de centauro que se recortaba en los perfiles de las montañas como una de aquellas siluetas de azulejos que representaban a un jinete cabalgando en la primitiva publicidad agrícola del nitrato de Chile. Juntos eran una visión tan poderosa como la del Emperador francés con su corcel egipcio, pintados por Jacques-Louis David.

 

Cuando Bruno nació, Marengo ya era un caballo viejo; no podía hacer las duras jornadas de antaño, pero mantenía buena parte de su fuerza y el carácter de siempre. El abuelo Zacarías no lo hacía trabajar ni lo utilizaba para sus desplazamientos, pues le había buscado sucesor, porque la vida de un caballo después de los treinta y cinco años es un azar. Sin embargo, continuó haciendo cada jueves la ruta de ida y vuelta hasta el pueblo de la costa, para reponer lo necesario en la venta de Marcial, pues Cortadores estaba muy a trasmano de todo. Para ello, colocaban alforjas que pendían a los lados de la silla de montar. Zacarías, tan arisco y torvo como el caballo, quiso que el animal apurara los años que su biología había previsto, aunque tuvo que discutirlo con el amo Neftalí, que no entendía por qué había que mantener a un animal que ya daba poco rendimiento.

 

-Si este Marengo llega a los treinta y ocho años que vivió el de Napoleón, va a estar comiendo sin producir durante mucho tiempo; eso es dinero que yo pierdo –se quejaba el amo, pero no se atrevió a imponer su voluntad sobre el abuelo.

 

Marengo se acostumbró al niño Bruno desde que este empezó a frecuentarlo en las cuadras de Cortadores. Junto a Rayo, un perro bardino que imponía sumisión al ganado solo con su oscura presencia, formaban un trío que pasaba muchas tardes jugando en el palenque trasero a los corrales del ganado. Se volvieron inseparables, aunque muchas veces tenían que prescindir de Rayo, pues el poderoso can de pelo atigrado tenía que realizar sus labores de perro pastor los días de traslado de los rebaños. Cuando Bruno cumplió seis años, ya Marengo lo consideraba su mejor amigo. Así, a sus indicaciones, se echaba en el suelo para que Bruno subiera a su lomo; luego se levantaba despacio y caminaba al tranco con suavidad mientras el niño se agarraba a sus crines. Al cabo de unos meses, Zacarías enviaba cada jueves a Marengo a la venta de Marcial, con Bruno como jinete y Rayo de escolta; así, él podía seguir con sus otras ocupaciones. No había peligro alguno, pobre de quien intentara hacerles algún daño.

 

Si no estaban Zacarías o Bruno, acercarse a Marengo podía resultar muy peligroso, pues el equino repartía coces muy certeras. Sabía utilizar los dientes casi como un carnívoro, seguramente por herencia genética de sus antepasados seculares, que fueron los caballos más utilizados en las expediciones de Las Cruzadas, las cuales, en la ruta norteafricana hacia Tierra Santa, tenían que vérselas en el Rif o la Cabilia con chacales o con felinos hoy desaparecidos o en peligro de extinción, con los que a veces no era suficiente un golpe de herradura porque eran tan poderosos como un león. Además de Bruno y el abuelo, el único ser viviente que podía acercársele sin temerlo era Rayo, que, igual que Marengo, podía ser tan cariñoso y fiel con sus amigos como feroz y destructivo con los que consideraba que no lo eran. Solo había un elemento que hiciera posible que el bardino y el percherón obedecieran, por separado o juntos: la voz de Zacarías o de Bruno.

 

Aquel era un soleado jueves de octubre que no aparentaba el peligro que se acercaba por el mar del suroeste. No había manera de conocer entonces que el rabo de un huracán atlántico avanzaba hacia la isla, aprovechando que aquel día no había soplo del alisio que lo frenara. Bruno, Marengo y Rayo bajaron por la caótica pista de tierra hasta la costa. Cuando llegaron a la venta de Marcial, este cargó las alforjas con el pedido que venía anotado a lápiz en un salvaje papel de estraza marrón. En su función de encargado de Correos, metió también el periódico del día en el que venía en portada la foto de la perra Laika, que los rusos habían enviado al espacio en un satélite Sputnik, además de algunas cartas para las familias que trabajaban o vivían en Cortadores, casi todas remitidas por soldados en la guerra de Ifni o emigrantes a Venezuela en busca de fortuna.

 

Marengo, montado por Bruno, con Rayo junto a ellos siempre en alerta, emprendió la subida del enredado camino a paso de mula. Era engañoso el calor agobiante de la media tarde. Cuando apenas faltaba un cuarto del recorrido, el cielo se oscureció de golpe; una formidable nube negra empezó a soltar agua como no se recordaba en la isla. En pocos minutos, la supuesta carretera se había transformado en lodazal. Al final del camino, el esfuerzo de Marengo para atravesar la riada del último barranco casi no le dio para salir del arrastre de agua chocolatada e imprevista que parecía obedecer la misma orden que la que originó el Diluvio Universal. Jadeante, casi sin fuerzas, bajo la profusa lluvia inclemente que más parecía una cascada gigantesca, lograron llegar a la zona del palenque, donde ya esperaban el abuelo y dos braceros de la propiedad de Cortadores, alertados por los ladridos incesantes de Rayo pidiendo ayuda. El caballo se paró, dobló las patas hasta quedar echado, mientras miraba con ojos desorbitados por el esfuerzo al niño que desmontaba con expresión de pánico. Previendo lo que iba a pasar en los minutos siguientes, Zacarías gritó al perro:

 

-¡Rayo, llévate a Bruno!

 

El bardino mordió la camisa del niño y lo hizo caminar hacia la casa, mientras Marengo los veía alejarse entre la devastadora cortina de agua. Cuando los perdió de vista, cerró los ojos; su cabeza cayó a plomo sobre el río que era todo el muladar de Cortadores. Su corazón desgastado no pudo aguantar un esfuerzo superior al que su cuerpo cansado le permitía. El elegante, laureado y pomposo caballo de Napoleón, herido en ocho batallas y victorioso en otras tantas, murió apaciblemente sobre la mullida paja de una confortable cuadra inglesa. Por el contrario, el Marengo que nominalmente pertenecía al amo Neftalí entregó su vida sobre el barro, en una batalla imposible contra la naturaleza para salvar de su furia a su jovencísimo, último y eterno gran amigo. ¿Cabe muerte más heroica? Con lo años, Bruno supo que su Marengo superó al caballo de Napoleón en casi dos meses de vida. Otro gran registro para un humilde percherón.

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Emilio González Déniz. 1 de diciembre de 2019.«

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Maldiciones y otros desvaríos

 

Cada territorio tiene sus mitologías, que en la mayoría de los casos se van componiendo boca a boca y atraviesan siglos. Como materia etnográfica, las leyendas, las historias truculentas y otros relatos que están en la frontera de lo irracional suelen dar mucha información velada sobre comunidades de otro tiempo y que los estudiosos tratan de explicar como elementos anejos a la historia, si es que no forman parte de ella.

 

 

Por nuestras islas circula mucho material mitológico, que tiene sus características especiales en cada una, pues no es lo mismo la Leyenda de Ico en Lanzarote que la de la nativa herreña que reveló el secreto del árbol del Garoé a los conquistadores de Jean de Bethencourt, porque se enamoró (¡ay, el amor!) de un apuesto soldado normando, o la idea de que en Fuerteventura hay valiosos tesoros enterrados. El origen de cada uno de estos mitos tiene que ver con hechos puntuales, que en la distancia son interpretados como la traición a causa de un enamoramiento pasional con un invasor o la escasez de todo, que hacen soñar con tesoros a un pueblo muy pobre.

 

Dentro de estas mitologías ocupan un lugar destacado las maldiciones, que, por repetición, hay quien acaba creyendo, como la causa de aridez de Fuerteventura, atribuida a la maldición de Laurinaga. Cuentan que un gobernador de la isla en el siglo XV, tiempos del Señorío de Canarias, era un depredador sexual, que tuvo catorce hijos legítimos e incontables repartidos por toda la isla. Uno de sus hijos legítimos, ya adulto, trató de forzar a una joven campesina, y acudió en ayuda de esta otro joven del lugar. De repente, apareció a caballo el Gobernador, que mató al muchacho que defendía a la chica. Atraída por los gritos, acudió la madre del muerto, Laurinaga, que, años antes, había sido una de las indígenas violadas por el gobernador, al que descubrió que acababa de matar a uno de sus hijos desperdigados por la isla a causa de sus violentas correrías sexuales, y lanzó una maldición a la tierra que pisaba. Dice la maldición que, desde entonces, Fuerteventura se convertiría en un desierto sin árboles ni flores y que acabaría desapareciendo. Y hay quien lo cree, sin valorar que en aquel momento la isla era ya muy árida, y sin duda desaparecerá dentro de millones de años porque los tiempos geológicos son muy largos.

 

Así, hay maldiciones por todas las islas, que tienen una explicación lógica o simplemente no se han cumplido porque no tienen ni pies ni cabeza. Por supuesto, el volcán que ahora mismo asola La Palma también da pie a especulaciones esotéricas. Son bien conocidas las Endechas a la muerte de Guillén Peraza, que era el joven hijo del Señor de Canarias Hernán Peraza. También a mediados del siglo XV, el heredero del Señorío de Canarias, desembarcó en La Palma, precisamente por el cantón de Tajuya, por donde hoy ruge y arrasa el volcán, a capturar esclavos para luego venderlos y seguir financiando las conquistas de su padre. Guillén Peraza murió de una pedrada que lanzaron los aborígenes defensores.

 

Esa muerte, tan sentida entre los castellanos, dio lugar a las mencionadas endechas, que son cuatro estrofas; algunos vienen a decir que la segunda, y sobre todo la tercera (“Tus campos rompan tristes volcanes, / no vean placeres sino pesares, / cubran tus flores los arenales”) son una maldición que pesa sobre La Palma, especialmente sobre la parte sur, donde ha habido unas cuantas erupciones desde el siglo XV hasta ahora. Y todo por haber matado en defensa de su libertad a alguien que, en resumidas cuentas, era un esclavizador. Lo curioso es que esa idea surge de creencias populares, porque excelentes investigadores literarios de las famosas endechas, desde Menéndez Pelayo y Pérez Vidal a Maximiano Trapero y Paz Díez Taboada, dan a esos versos un valor metafórico, hijo del dolor por la pérdida de una vida muy valorada. Es eso, nada más.

 

Vayamos a los hechos y no empecemos a desvariar. La Palma fue conquistada medio siglo después de este episodio (no con juego limpio, todo sea dicho), y por las venas de su población corre sangre aborigen pero también castellana, con lo cual la maldición recae también sobre quienes la lanzaron. Es decir, un disparate. ¿Quién maldijo a Lanzarote, al Hierro o a Tenerife, y a todas las Islas Canarias, que han emergido del océano por erupciones volcánicas en los últimos 20 millones de años? Lo de la Palma es una gran catástrofe, pero es parte de un proceso natural a larguísimo plazo y que nada tiene que ver con Guillén Peraza, sus endechas y sus intérpretes. Convertir hechos científicos en evocaciones mágicas no es serio; hay demasiada angustia para, encima, añadir especulaciones sobrenaturales. El volcán es terrible y destructivo, pero no es una maldición, es un cataclismo geológico. Y, por supuesto, sigo siendo un palmero más.