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Gran ciudad, pero sucia

 

Las Palmas de Gran Canaria es una gran ciudad, con un gran puerto y un cosmopolitismo que se ha ido generando con el paso de los siglos y las paradas que barcos de distinta procedencia y diversos destinos realizaban en ese puerto. En los años sesenta del siglo pasado hicieron en la prensa local una entrevista al arquitecto Miguel Martín-Fernández de La Torre. A pesar de mi insultante juventud, me llamó la atención el vocero vendedor de periódicos del puente de Piedra cuando trataba de vender diarios con un titular: “Un arquitecto dice que Las Palmas tiene el litoral más feo del mundo”.

 

 

No sé si cabía la hipérbole de “Más feo del mundo”, pero desde luego era poco atractivo nuestro litoral. Era el tiempo en el que se construía la entonces llamada Ciudad del Mar, que no era otra cosa que ganar terreno al océano y diseñar un escaparate de comunicaciones y edificios que dieran a la ciudad el rango estético que merecía por historia. Hace muchos años que el sueño de Martín-Fernández de La Torre es una realidad, pues Las Palmas de Gran Canaria tiene un frontis marítimo magnífico, que da a la ciudad una prestancia que sorprende a los visitantes.

 

Y como dicen los triunfadores, lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Con el paso de los años, se han ido haciendo obras públicas importante, se le ha dado el nivel histórico apropiado al barrio de Vegueta, tenemos un gran auditorio y varios teatros de primer nivel y, en fin, esa Avenida Marítima se ha complementado con unas vías de circunvalación que alivian el tráfico; hay grandes hoteles, se han revalorizado las zonas verdes y, por fortuna, a esta ciudad de 2021 no la reconocería ni el propio arquitecto que la soñó. Peeero…

 

Exacto, hay un pero, o mejor decir muchos peros. El primero de ellos es que resulta muy ilógico y poco práctico que, habiendo invertido mucho dinero en conseguir esa pátina de modernidad que tiene nuestra capital, se gaste tan poco en mantenimiento. Para empezar, la ciudad está muy sucia, que puede ser culpa de la mala educación ciudadana (hace falta una campaña vigorosa para concienciar a la población), pero mucha responsabilidad tienen el ayuntamiento y las empresas contratadas para determinadas tareas. Hay días que caminar por nuestras calles es como pasear por un espacio en el que ha habido un botellón, o simplemente un gran descuido en la pulcritud de la ciudadanía y en los servicios de limpieza que no se cumplen con la debida diligencia. La culpa es de todos, pero sin duda es el ayuntamiento el responsable, no solo de administrar esos servicios, sino de crear en la gente el orgullo de tener una ciudad limpia.

 

Otro pero es el cuidado de asfaltos y aceras. Invito a los responsables capitalinos a que intenten llevar una silla de ruedas por muchas de nuestras aceras, que no todo es circular por Triana o el Paseo de las Canteras. O viajar en guagua, por ejemplo, en la línea 2, que en su recorrido sortea más baches que si atravesara un campo bombardeado. Y el cuidado inmediato del alumbrado, las papeleras y sin duda mano dura para quien arroje al suelo lo que debe ir a esas papeleras que algunos disfrutan incendiando.

 

Llevan años con las obras de la Metroguagua, y han llenado la ciudad de carriles para bicicletas y patinetes al buen tun-tún, que uno está de acuerdo en evitar contaminación, pero habría que hacerlo de manera que desahogara la ciudad y no la bloqueara, como ocurre en algunas zonas. En fin, que muchas veces lo que hace a una ciudad agradable suelen ser pequeños detalles y al final las obras faraónicas no acaban con los problemas que supuestamente tienen que resolver.

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Carmen Mola, ¡Aquí se juega!

 

Hay una escena en la película Casablanca en la que el Comisario Renault se ve obligado a actuar en el café de Rick, y va gritando a sus policías que cierren el local porque allí se juega, mientras el croupier le da disimuladamente su comisión en las ganancias de la ruleta. Algo así ha sucedido en el Premio Planeta, en el que ha ganado el exitoso nombre de Carmen Mola, que ha resultado ser un seudónimo de tres caballeros, cuyo nombre no recuerdo ni quiero esforzarme en buscarlos, que podría.

 

 

¿Queda por ahí alguien que crea que,  en esos grandes premios millonarios, hay una comisión lectora que lee los tropecientos manuscritos, enviados por gente honesta que cree que valorarán su trabajo, y que piensa, en su ingenuidad mezclada de ilusión, que si es el que más gusta, le darán el galardón? Debe ser que sí quedan personas que creen en los Reyes Magos.  Es mercado puro y duro, porque incluso no se esconden los propios  galardonados. Hace unos años, el filósofo Fernando Sabater quedó finalista del Planeta con una novela sobre Voltaire cuyo ganador fue Vargas Llosa. En una entrevista, decía que había pasado un verano muy divertido mientras escribía la novela. Es decir, la novela había sido escrita en verano, cuando las bases del premio dicen que hay de plazo para presentar un trabajo hasta el 15 de junio.  Blanco y en botella, zotal.

 

Por eso no me rasgo las vestiduras por unos tipos que creen que hacen gracia y que, los tres juntos, se llaman Carmen Mola. Que puestos a elegir apellido seudónimo (y disculpen quienes les haya tocado en suerte este apellido), no parece muy atractivo escoger uno con reminiscencias de lo que sea.  Les puede pasar como al que preguntó a un fumado por una calle: «¿Por favor, General Mola?» A lo que el flower power contestó entre bocanadas de María: «Hombre, general mola, pero mola más capitán general». Así que con el Planeta da igual, ya saben que, literariamente, es El jinete polaco y poquito más que se nos haya escapado. De manera que, como en la trastienda del bar de Casablanca, aquí se juega.

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Del apocalipsis a la esperanza

 

En La Palma ha entrado en erupción un volcán. Vale. Lo vemos cada día, entre el asombro ante la fuerza de la Naturaleza y el horror de la devastación que lleva en su ardiente vómito, un espectáculo hipnótico que a la vez admira y aterra, y que en las noches nos muestra incandescente una abstracción plástica del Valle de Aridane. No sabemos cuánto va a durar esa furia del interior del planeta ni cómo va a determinar el futuro de la isla y de Canarias. Se ha generado una especie de conformismo colectivo que es como entregarse en manos del destino, pero a la vez con un mantra que no cesa: “La Palma superará este desastre como ha superado otros”.

 

 

Se ha dicho, y es cierto, que nunca un volcán había traído tanta ruina a la isla en tiempos históricos. Y nada tiene que ver la potencia de la erupción, sino el lugar donde se produce y otras circunstancias demográficas o urbanísticas. Para entender esto, basta mirar el mapa. Vemos que, con el paso de los siglos, los territorios -La Palma también- se han ido llenando de viviendas, cultivos, carreteras e infraestructuras diversas que en otras épocas no existían.

 

En cuanto al impacto destructivo, el ejemplo más gráfico es la erupción del Vesubio en el año 79 del siglo I; destruyó en minutos las ciudades de Herculano y Pompeya y no dejó nada vivo en un radio de 18 kilómetros. Entonces, el número de muertos tomados por sorpresa (es otro tipo de volcán) se calcula en cinco mil. Si la misma erupción ocurriera hoy, podría ser letal para al menos cinco millones de personas, que son las que habitan la ciudad de Nápoles y alcanzaría por tierra hasta más allá de Caserta y a Sorrento y otras poblaciones al otro lado del Golfo de Nápoles. Por eso la destrucción en términos humanos y económicos de este volcán supera a todas las que ha habido en La Palma, aunque fuesen geológicamente más grandes.

 

Por otra parte, las fuerzas económicas de La Palma están desoladas, especialmente en la parcela del turismo, porque la imagen tan apocalíptica que se ve en la televisión de las coladas llevándose todo por delante ha ahuyentado a posibles visitantes, y cifran las reservas hoteleras y de apartamentos en cifras insostenibles. Y claman para que se diga que el cataclismo es en una pequeña parte de la isla, que en el resto la vida es normal, pero luego viene el telediario y habla de la calidad del aire, de la lluvia de cenizas y de los problemas aeroportuarios que incluso pueden afectar a otras islas según sople el viento. Para colmo, a la televisión pública (Tve) se le ocurre la brillante idea de programar el domingo por la noche la película 2012, que es una especie de fin del mundo con volcanes, tsunamis, terremotos e inundaciones. Para animar al personal, digo yo.

 

Hace falta ser más ecuánimes en cuanto a la información. Es necesario que haya transparencia, que no se oculte la verdad, pero es que a veces hay maneras de presentar los hechos que parecen sacados del guion de la película antes mencionada. Hay que pensar que mientras haya erupción habrá estragos, eso es inapelable, y viene a cuento lo que el Papa Francisco dijo en presencia del presidente Hollande de Francia, en una alocución acerca del cambio climático: “Dios perdona siempre, los humanos a veces, la Naturaleza nunca”. Y no es que sea un castigo que haya que perdonar, pero la Naturaleza funciona a piñón fijo y según leyes que hasta los más sabios solo han logrado vislumbrar. Lo único cierto es que el volcán pasará y los poderes públicos tienen la obligación de poner de nuevo en marcha la maquinaria social y económica que haya destruido. ¿El dinero? Existe, solo se trata de establecer prioridades, desde los ayuntamientos afectados, al cabildo, los gobiernos de Canarias y central y Europa, que si somos europeos en las maduras, también en las verdes, y la cifra descomunal que se necesitará es calderilla en Bruselas.