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El gusto por el poder

 

El gusto por el poder es un concepto muy difícil de explicar. Se puede entender -no compartir- que un rey absoluto o un tirano cualquiera, sea de la antigua Roma, de la Alemania Nazi o de nuestro mundo actual, puede disfrutar del poder absoluto que posee, metido en una burbuja que se parece mucho a la psicopatía, si es que no lo es con todas las letras. Como su mente necesita demostrarse en todo momento que posee todos lo hilos del poder, los utiliza a su antojo, porque ese poder es una mesa de tres patas: su propia locura, el fanatismo de sus fieles y el miedo de quien esté al alcance de su brazo.

 

Así, reputados psiquiatras y psicólogos vienen a determinar en distintos estudios que personajes como Alejandro Magno, Julio César, Gengis Khan, Calígula y una larga lista de personajes con poder absoluto, padecían distintas disfunciones psicológicas que, en la práctica, los convirtió en psicópatas, y ya digo que, en su lógica enfermiza, ejercieron el poder casi siempre para destruir, porque eso afianzaba el fanatismo en los suyos y el miedo en los demás.

 

Lo que resulta más difícil de entender es ese afán por ocupar cargos con poder en las sociedades contemporáneas, en las que realmente el poder es teórico, porque está sujeto, no solo al control democrático de los parlamentos, con más o menos buena fe, sino que es zarandeado y presionado por poderes económicos que son los que realmente influyen en las sociedades. Y más perteneciendo a un ente como la Unión Europea, que, por ejemplo, impide que un gobierno como el español (o de cualquier país miembro) pueda tomar medidas efectivas en la galopante subida de la energía, porque seguramente incide en los beneficios inmensos que acaparan las grandes corporaciones financieras, de comunicación y de toda índole, entre ellas, las eléctricas.

 

Llevado al terreno personal, gobernar es un desgaste que se vuelve visible en las figuras de la política, que van pintando en canas y ojeras el cansancio y las presiones que reciben. Y esta obsesión por llegar o mantenerse en el poder es la que no entiendo, porque nunca llegan a tener poder real, pues dependen de sus partidos, a menudo de los pactos con otros, de las fuerzas progresistas que tiran hacia la izquierda y de las conservadoras que quieren que todo siga igual, cuando no tienen que pactar con los demonios extremos, que llevan sus discursos y pretensiones hasta la irracionalidad.

 

Es verdad que hace falta que las sociedades tengan liderazgos que encaucen los deseos y las necesidades de todos. Pero luego aparecen los intereses de quienes ya tienen mucha parte del pastel y no quieren perderlo o incluso pretenden aumentarlo, los que quieren pillar y otros tantos que entran en danza y que finalmente son quienes determinan los poderes, y ya un primer ministro o un alcalde no tienen la última palabra, aunque tengan mayoría absoluta en los órganos que los sostienen.

 

¿De qué pasta hay que ser para querer volver a ser elegido presidente de una comunidad autónoma, después de incendios terribles, calimas paralizantes, pandemias incontrolables y volcanes devastadores? ¿Qué hay en la mente de un hombre que preside el gobierno del Estado en medio de grandes dificultades que se mantienen en el tiempo y que afianza su poder en pactos que a veces parecen terremotos?

 

Sin embargo, quiere seguir y volver a ocupar La Moncloa en la próxima legislatura, que eso es lo que ha decidido su partido en el congreso de la semana pasada. Se me ocurre que la mayoría de la gente pensaría en largarse en cuanto pudiera, y que los presentes desastres o los próximos (ya solo falta que se estrelle un asteroide contra La Tierra o que nos invadan los extraterrestres) los toreen otros. Mucho tiene que gustar el poder para querer estar al frente de un gobierno cuando pintan bastos (muchos, muchísimos bastos), pero ese es uno de los misterios del espíritu humano que tal vez nunca llegue a comprender.

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