En La Palma ha entrado en erupción un volcán. Vale. Lo vemos cada día, entre el asombro ante la fuerza de la Naturaleza y el horror de la devastación que lleva en su ardiente vómito, un espectáculo hipnótico que a la vez admira y aterra, y que en las noches nos muestra incandescente una abstracción plástica del Valle de Aridane. No sabemos cuánto va a durar esa furia del interior del planeta ni cómo va a determinar el futuro de la isla y de Canarias. Se ha generado una especie de conformismo colectivo que es como entregarse en manos del destino, pero a la vez con un mantra que no cesa: “La Palma superará este desastre como ha superado otros”.
Se ha dicho, y es cierto, que nunca un volcán había traído tanta ruina a la isla en tiempos históricos. Y nada tiene que ver la potencia de la erupción, sino el lugar donde se produce y otras circunstancias demográficas o urbanísticas. Para entender esto, basta mirar el mapa. Vemos que, con el paso de los siglos, los territorios -La Palma también- se han ido llenando de viviendas, cultivos, carreteras e infraestructuras diversas que en otras épocas no existían.
En cuanto al impacto destructivo, el ejemplo más gráfico es la erupción del Vesubio en el año 79 del siglo I; destruyó en minutos las ciudades de Herculano y Pompeya y no dejó nada vivo en un radio de 18 kilómetros. Entonces, el número de muertos tomados por sorpresa (es otro tipo de volcán) se calcula en cinco mil. Si la misma erupción ocurriera hoy, podría ser letal para al menos cinco millones de personas, que son las que habitan la ciudad de Nápoles y alcanzaría por tierra hasta más allá de Caserta y a Sorrento y otras poblaciones al otro lado del Golfo de Nápoles. Por eso la destrucción en términos humanos y económicos de este volcán supera a todas las que ha habido en La Palma, aunque fuesen geológicamente más grandes.
Por otra parte, las fuerzas económicas de La Palma están desoladas, especialmente en la parcela del turismo, porque la imagen tan apocalíptica que se ve en la televisión de las coladas llevándose todo por delante ha ahuyentado a posibles visitantes, y cifran las reservas hoteleras y de apartamentos en cifras insostenibles. Y claman para que se diga que el cataclismo es en una pequeña parte de la isla, que en el resto la vida es normal, pero luego viene el telediario y habla de la calidad del aire, de la lluvia de cenizas y de los problemas aeroportuarios que incluso pueden afectar a otras islas según sople el viento. Para colmo, a la televisión pública (Tve) se le ocurre la brillante idea de programar el domingo por la noche la película 2012, que es una especie de fin del mundo con volcanes, tsunamis, terremotos e inundaciones. Para animar al personal, digo yo.
Hace falta ser más ecuánimes en cuanto a la información. Es necesario que haya transparencia, que no se oculte la verdad, pero es que a veces hay maneras de presentar los hechos que parecen sacados del guion de la película antes mencionada. Hay que pensar que mientras haya erupción habrá estragos, eso es inapelable, y viene a cuento lo que el Papa Francisco dijo en presencia del presidente Hollande de Francia, en una alocución acerca del cambio climático: “Dios perdona siempre, los humanos a veces, la Naturaleza nunca”. Y no es que sea un castigo que haya que perdonar, pero la Naturaleza funciona a piñón fijo y según leyes que hasta los más sabios solo han logrado vislumbrar. Lo único cierto es que el volcán pasará y los poderes públicos tienen la obligación de poner de nuevo en marcha la maquinaria social y económica que haya destruido. ¿El dinero? Existe, solo se trata de establecer prioridades, desde los ayuntamientos afectados, al cabildo, los gobiernos de Canarias y central y Europa, que si somos europeos en las maduras, también en las verdes, y la cifra descomunal que se necesitará es calderilla en Bruselas.
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