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Inteligencia emocional y arquetipos

 

Un arquetipo es un modelo que se va configurando popularmente por sí mismo o por repetición, ya sea en los medios o en la calle. Los modelos son muy peligrosos porque marcan conductas y rasgos psicológicos. Parecen inofensivos, pero algunos -la mayoría- son tremendamente dañinos porque no solo conforman ideas aceptadas colectivamente, sino que -y esto es lo más grave- a menudo determinan comportamientos individuales, y son más duros en la infancia porque algunos de estos rasgos se graban de por vida.

 

 

Los paradigmas sociales tienen que ver con conceptos que muchas veces  andan cerca del racismo, la aporafobia, el machismo y otras líneas de relación humana que, juntas son un instrumento muy cruel y que generalmente pasa desapercibido a pesar de que está presente en todas las manifestaciones de la vida. La belleza física se convierte en un valor y a ser posible los más ricos son rubios y lo pobres morenos, y otros valores pasan a segundo término.

 

Eso lo han vivido en su propia carne muchas generaciones, y el ejemplo es el Belén viviente o una representación teatral de la Navidad en muchos colegios, especialmente religiosos. La Virgen María siempre era una niña guapa, rubia y de una melena lacia lo más larga posible, y según status y presencia se iban repartiendo los papeles, de manera que el alumnado  menos premiado por la Naturaleza (que era la mayoría) se tenía que conformar con ser pastorcillas, panaderos, lavanderas o labriegos. Los papeles más lucidos, como el ángel anunciador, San José y los Reyes Mayos estaban cogidos siempre, salvo que le dieran el rol de Baltasar a alguien con la piel oscura, que tampoco era fácil. Por supuesto, María era la estrella de show. Así, mucha gente crece, madura y envejece creyéndose pastorcilla o emperador de China.

 

Sé de casos en los que los papeles de la mula y el buey fueron asignado a niños, y si la cosa era grandiosa, parte del alumnado se transformaba en ovejas, corderos y burros tirando de un carro. Eso queda grabado en las mentes infantiles y a menudo se perpetúan caracteres que asumen el fracaso, la fealdad o la poca brillantez intelectual aunque no sean feos, tontos o estén predestinados al fracaso.

 

Los arquetipos que colectivamente asignamos o nos asignan, especialmente en la infancia, hacen mucho daño y están en el centro de eso que Goleman llamó inteligencia emocional.  Así que, este es un asunto muy delicado que determina el curso de muchas vidas, y casi nunca lo tenemos en cuenta.

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El gusto por el poder

 

El gusto por el poder es un concepto muy difícil de explicar. Se puede entender -no compartir- que un rey absoluto o un tirano cualquiera, sea de la antigua Roma, de la Alemania Nazi o de nuestro mundo actual, puede disfrutar del poder absoluto que posee, metido en una burbuja que se parece mucho a la psicopatía, si es que no lo es con todas las letras. Como su mente necesita demostrarse en todo momento que posee todos lo hilos del poder, los utiliza a su antojo, porque ese poder es una mesa de tres patas: su propia locura, el fanatismo de sus fieles y el miedo de quien esté al alcance de su brazo.

 

Así, reputados psiquiatras y psicólogos vienen a determinar en distintos estudios que personajes como Alejandro Magno, Julio César, Gengis Khan, Calígula y una larga lista de personajes con poder absoluto, padecían distintas disfunciones psicológicas que, en la práctica, los convirtió en psicópatas, y ya digo que, en su lógica enfermiza, ejercieron el poder casi siempre para destruir, porque eso afianzaba el fanatismo en los suyos y el miedo en los demás.

 

Lo que resulta más difícil de entender es ese afán por ocupar cargos con poder en las sociedades contemporáneas, en las que realmente el poder es teórico, porque está sujeto, no solo al control democrático de los parlamentos, con más o menos buena fe, sino que es zarandeado y presionado por poderes económicos que son los que realmente influyen en las sociedades. Y más perteneciendo a un ente como la Unión Europea, que, por ejemplo, impide que un gobierno como el español (o de cualquier país miembro) pueda tomar medidas efectivas en la galopante subida de la energía, porque seguramente incide en los beneficios inmensos que acaparan las grandes corporaciones financieras, de comunicación y de toda índole, entre ellas, las eléctricas.

 

Llevado al terreno personal, gobernar es un desgaste que se vuelve visible en las figuras de la política, que van pintando en canas y ojeras el cansancio y las presiones que reciben. Y esta obsesión por llegar o mantenerse en el poder es la que no entiendo, porque nunca llegan a tener poder real, pues dependen de sus partidos, a menudo de los pactos con otros, de las fuerzas progresistas que tiran hacia la izquierda y de las conservadoras que quieren que todo siga igual, cuando no tienen que pactar con los demonios extremos, que llevan sus discursos y pretensiones hasta la irracionalidad.

 

Es verdad que hace falta que las sociedades tengan liderazgos que encaucen los deseos y las necesidades de todos. Pero luego aparecen los intereses de quienes ya tienen mucha parte del pastel y no quieren perderlo o incluso pretenden aumentarlo, los que quieren pillar y otros tantos que entran en danza y que finalmente son quienes determinan los poderes, y ya un primer ministro o un alcalde no tienen la última palabra, aunque tengan mayoría absoluta en los órganos que los sostienen.

 

¿De qué pasta hay que ser para querer volver a ser elegido presidente de una comunidad autónoma, después de incendios terribles, calimas paralizantes, pandemias incontrolables y volcanes devastadores? ¿Qué hay en la mente de un hombre que preside el gobierno del Estado en medio de grandes dificultades que se mantienen en el tiempo y que afianza su poder en pactos que a veces parecen terremotos?

 

Sin embargo, quiere seguir y volver a ocupar La Moncloa en la próxima legislatura, que eso es lo que ha decidido su partido en el congreso de la semana pasada. Se me ocurre que la mayoría de la gente pensaría en largarse en cuanto pudiera, y que los presentes desastres o los próximos (ya solo falta que se estrelle un asteroide contra La Tierra o que nos invadan los extraterrestres) los toreen otros. Mucho tiene que gustar el poder para querer estar al frente de un gobierno cuando pintan bastos (muchos, muchísimos bastos), pero ese es uno de los misterios del espíritu humano que tal vez nunca llegue a comprender.

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¡Detente ya, maldito volcán sin nombre!

 

El archipiélago canario es muy diverso, no solo en las condiciones físicas de las islas sino en la idiosincrasia de cada una, y es probable que ambas vayan unidas, pues no es lo mismo vivir en las castellanas llanuras majoreras de Antigua que en la tierra de volcán puro de Yaiza, Tías o Tinajo.  Tenerife y Gran Canaria, por la superpoblación  también son diferentes, pero donde más se nota esa diversidad es en las islas periféricas.

 

 

La Palma, como El Hierro, La Gomera, Lanzarote , Fuerteventura y La Graciosa,  es una isla muy particular, que seguramente depende de su geografía y geología, pues ya nos ilustró sobre la influencia del paisaje en los pueblos el poeta Pedro García Cabrera.  Mi memoria palmera es de serenidad, paciencia y a la vez de mucha fuerza interior.  He podido vivirlo muchas veces, en el Hoyo de Mazo, en Santa Cruz de La Palma, en el vergel de Los Sauces y, cómo no, en el gran valle en el que se asientan los municipios de El Paso, Los Llanos de Aridane y la villa y puerto de Tazacorte.

 

He visitado  La Palma menos veces de las que hubiera querido, pero siempre que he ido me he encontrado el abrazo tierno en la cocina de Elsa López y Manolo Cabrera, frente a un café, el respeto (que es algo muy grande) de Nicolás Melini y Anelio Rodríguez Concepción, la complicidad con Manuel Concepción, la acogida que se da a un caminante por parte de Pilar Rey y Antonio Abdo, el cariño de lectores en toda la isla, la paz del Valle de Aridane (hoy turbada por el maldito diablo de Cumbre vieja), el vértigo del Roque de los Muchachos, la grandiosidad de la Caldera de Taburiente…

 

Sé que esa fuerza palmera que surge también de su alma volcánica hará que  todo sea como antes de la llegada de la bestia, o mejor si es posible. Quien se sienta canario de cualquier isla hoy es palmero, y así seguirá siendo hasta que se acabe y se restaure este cataclimo. Y tú, maldito demonio del volcán sin nombre, detén tu castigo injusto, deja en paz a Tazacorte, que ya no nos quedan lágrima de tanto llorar por el mal que ya has hecho.

 

Hasta pronto, La Palma.