Hace exactamente dos años, estuve unos días en Los Llanos de Aridane, y me hospedé en un hotelito muy acogedor, que servía el desayuno en una terraza, que continuaba en una azotea espléndida desde la que se dominaba toda la vertiente occidental de la isla de La Palma, desde las estribaciones de la entrada de la Caldera de Taburiente hasta el mar de Tazacorte y las estribaciones de Cumbre Vieja que se perdían de vista por el sur. Era siempre un momento mágico, me encontraba en un remanso de paz, quietud y belleza serena, sin necesidad de ir a ninguna parte ni decir una sola palabra.
Una de esas mañanas, varias personas rematamos con un café en la azotea, gozando de la envoltura de una isla que parecía arrullarnos. El reloj es siempre inflexible y hubo que romper la magia y devolver las tazas vacías. Al despedirme, le dije al joven camarero que nos atendía que me iba con dolor de mi alma porque tenía asuntos que atender con horario fijo, y que aquel entorno infundía un estado emocional insuperable en su placidez. En lugar de asentir o simplemente sonreír como hacen por costumbre los profesionales de la hostelería, el joven puso cara de advertencia y me dejó pasmado con sus palabras:
-Todo eso que dice de la paz, la belleza y la tranquilidad es cierto -me soltó, en un discurso que parecía bien fundamentado-, pero toda moneda tiene una cara y una cruz. No hay que fiarse de Cumbre Vieja, porque dentro de ella vive el diablo, y de vez en cuando sale hacer sufrir a la gente.
-No me diga usted eso, que tanta belleza no puede ser cosa del diablo.
– ¿Qué no? -sentenció-. Mis padres lo sufrieron en una ocasión, y mis abuelos dos veces, y si seguimos para atrás, ha venido casi cada siglo, y en algunos, como el siglo XX, ha repetido. Ya no debe tardar el diablo en salir otra vez a llenarlo todo de fuego y destrucción. Que pase un buen día y todo le salga bien.
Se refería sin duda a la erupción del volcán de San Juan en 1949 y a la del Teneguía en 1971. El joven tenía muy claro que en aquel lugar había que pagar un peaje por tanta paz y tanta belleza.
El domingo pasado, cuando Cumbre Vieja reventó de nuevo, me acordé inmediatamente de aquella breve conversación que tuve con el muchacho palmero hace dos años, que yo tenía aparcada en el desván del cerebro como cosa insustancial y sin recorrido. De golpe, me vinieron a la memoria consciente sus palabras, sobre todo cuando dijo “ya no debe tardar el diablo en salir otra vez”, que en su momento no tuve en cuenta y que, en cuanto vi en la televisión la columna de humo y el río de lava brotando de Cumbre Vieja, como si se hubieran abierto las puertas de infierno, me retumbaron como el anuncio de un oráculo con dos años de anticipación.
Tal vez por eso, no comparto expresiones como “el gran espectáculo de la Naturaleza”, “La belleza y el dolor” o “la grandiosidad de la furia del planeta se observa mejor de noche”. Todo eso me pare terrible. Un volcán es la Naturaleza en movimiento, eso no se discute, pero yo no le veo la belleza por ninguna parte, me parece el horror, y eso que en televisión no se aprecia el rugido de La Tierra que acompaña a la erupción (me impresionó cuando estuve al lado de la erupción del Teneguía hace casi 50 años), un ruido sobrecogedor que no se parece a nada, y eso que entonces ya el volcán estaba a punto de apagarse. ¿Es un espectáculo? Sí, por supuesto, como un bosque ardiendo, un choque de trenes, el derrumbe de un edificio o el hundimiento del Titanic. Todo lo aparatoso, infrecuente y exagerado suele ser espectacular, pero no es sinónimo de bello. Y si no, pregunten a quien el nuevo volcán se le ha tragado su casa, su medio de vida y hasta parte de su tránsito vital. La sensación de impotencia, el miedo y el dolor por la memoria personal fundida bajo la lava no hay ayuda institucional que pueda repararlos.
Por eso creo que hay que estar con los palmeros hasta que el diablo de Cumbre Vieja se vaya de nuevo al infierno; y después más, sin reservas y con generosidad. Es que ahora se ponen a discutir el nombre que debe llevar el volcán. Da lo mismo, lo importante es que se apague. Algunos abogan porque le pongan un nombre aborigen; como dice un amigo, que lo llamen Yeray si les parece; lo que sí es imprescindible es que se conviertan en hechos las palabras solidarias que se han pronunciado estos días. Bonitas, sin duda, pero serán más bonitas cuando se cumplan.
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