Los que somos aficionados al cine y tenemos una edad pertenecemos a una especie en extinción, porque, cuando desaparezcamos, lo hará con nosotros el cine clásico, y no tan clásico, pues las nuevas generaciones consideran una antigualla cualquier película anterior a los años noventa. Y no es culpa de ellos, sino de la propia industria, que ha abandonado su historia en aras del dinero inmediato. Grandes escenas y frases que forman parte de la historia de millones de personas van hacia la nada, porque nada significa aquello de «siempre nos quedará París» o «La verdad, Escarlata, me importa un bledo» y eso que Lo que el viento se llevó es de las pocas que reponen, seguramente porque es en color (que esa es otra).
La gente más joven, salvo que sean unos cinéfilos empedernidos, ignora por completo estas épocas doradas del cine, no sólo de Hollywood, sino del cine que se ha hecho en muchos países. Las producciones británicas que marcaron una época, el gran cine italiano, el alemán o la Nouvelle Vague francesa empiezan a ser olvido. Y es que para tener acceso a este cine hay que estar apuntado en varias plataformas audiovisuales, y depende siempre de sus programaciones, porque tratas de buscar una película en concreto para revisarla y es una odisea, y la gente está solo por lo inmediato.
Aparte de la paulatina pero constante desaparición de salas de cine, ocurre que no programan reestrenos, salvo alguna excepción, cuando remasterizan el original. Antes, cualquier ciudad pequeña, tenía salas de reestreno de clásicos. Si no hubiera sido así, no habría sido posible que en los años sesenta o principios de los setenta pudiéramos tener acceso a todo el cine negro, americano y francés, al neorrealismo italiano, a la filmografía de Gary Cooper, Bogart, Marilyn o al gran cine español de Orduña o los comienzos de Berlanga o Bardem. A estas alturas, Bergman o Huston se van desvaneciendo de la memoria popular. Hasta Fassbinder o Liliana Cavani empiezan a ser arquelogía. Una lástima, y habría que recuperar todo ese cine maravilloso, porque se leen los libros escritos ahora, pero Dostoievski o Virginia Wolf siguen ahí.
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