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El año del peligro invisible

 

La mayor parte de las generaciones que habitan este planeta no encontrarán en su trayectoria un año tan señalado como el que acabamos de cumplir con la presencia del covid. Es verdad que tuvieron que ser tremendos los años de la Guerra Civil, y por todo el mundo se han sucedido etapas muy concretas en un territorio. Pero que todo el planeta esté patas arriba al mismo tiempo por algo que parece sacado de una novela o película de ciencia-ficción, pocas veces habrá sucedido.

 

Tenemos en España, aparte de la mencionada Guerra Civil, épocas muy duras en la que el terrorismo marcaba las agendas. Pero en estos casos había peligros reales, gente que disparaba en la nuca o ponía bombas. Ahora, el enemigo es silencioso, sutil y a la vez devastador. Porque cuando asesinan a alguien se produce un abismo en las personas cercanas a las víctimas, pero es que este virus ha marcado la forma de vida de naciones enteras (todas las naciones), y lo que se hace o se deja de hacer está siempre en función del virus.

 

Ha pasado un año desde que aquel decreto de Estado de Alarma del 14 de marzo de 2020 fue una especie de acta oficial de que había un peligro colectivo, contra el que no había remedio, salvo las llamadas medidas sociales, guardar la distancia, lavarse las manos, usar gel hidroalcohólico y ni con así había seguridad de defensa. Las mascarillas vinieron meses después como obligación, y así hemos consumido un año de nuestra vida en el que recordar lo que había sido la cotidianidad parece un sueño.

 

Aparte de la consiguiente crisis económica que las medidas han desencadenado, también se ha producido una crisis social, pues la forma de relacionarnos ha cambiado, y, como he dicho alguna vez, siempre sobrevuela el miedo cuando te sientas a tomar un café con alguien querido. Es desarbolante, y ya lo mencionaba en las primeras semanas de la pandemia. Un año después, parece que lo medios se han puesto de acuerdo para hablar de que la cuarta ola de la pandemia será la de la salud mental.

 

Veo a mis amigos muy de tarde en tarde, hablo con ellos por teléfono, pero hay gente que solía frecuentar en determinados círculos a la que hace un año que no veo. Duele y marca, y menos mal que ahora, aunque a paso de tortuga, existe la esperanza de la vacuna, que puede ser una de las formas de acabar con esta pandemia, pero no será mañana ni el mes que viene, eso va a llevar más tiempo del que deseamos, pero nada podemos hacer para acelerar el proceso.

 

Todas estas carencias seguro que nos marcan, pues resulta muy duro no ver a quienes amas, o no poder compartir una cena de Nochebuena. Me pregunto qué pensarán los niños que ahora están empezando a ver el mundo, cuando se les restringe las visitas a sus familiares, cuando ven a los adultos con mascarillas y, ya en el colegio, cuando están sujetos a una disciplina sanitaria inflexible, porque con el virus no se puede bajar la guardia. ¿Qué pasará por esas cabecitas y cómo influirán esos pensamientos en su futuro?

 

Después de un año tremendo, tenemos una esperanza difusa de que todo esto acabe; tardará, pero acabará. Lo que ya no tengo tan claro es qué sociedad es la que resultará de estos años terribles en los que el miedo ha estado siempre ahí. Si al menos hubiera liderazgos políticos y conductas constructivas, pensaríamos que a nuestros dirigentes les importamos. Sí hemos visto que saben jugar muy bien con nuestros miedos. Pero cada día queda más claro que tenemos que contar con nosotros mismos y exigir acciones a quienes pueden ejecutarlas. Si lo dejamos de su mano, la sociedad va a salir aun más herida. Pero quiero pensar que avanzamos, aunque sea lentamente, hacia una salida. No perdamos la esperanza y rescatemos la ilusión.

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Demasiado debate estéril

 

El debate sobre la prohibición de las manifestaciones feministas por el delegado del Gobierno en Madrid es muy delicado, porque si bien es cierto que el derecho a manifestarse es básico (lo consagra La Constitución), también lo es el peligro que entraña hacerlo en una ciudad como Madrid, porque es la más grande de España y porque precisamente allí se están dando las peores cifras del covid.

Esa idea de hacer varias concentraciones pequeñas en distintos puntos de la ciudad es teóricamente buena, pero, si se decide que han de ser 500 asistentes, se plantea el problema de a quién parar cuando ya hayan contado 499. Si vemos que en otros lugares han autorizado las manifestaciones, parece un agravio comparativo, pero en cualquier caso no se trata de un teatro en el que hay butacas que se pueden marcar, porque a ver quién controla el movimiento y las distancias en una vía pública o una plaza. Controlar el aforo es muy complicado en la calle, por no decir imposible.

 

Luego están las utilizaciones políticas de estas decisiones. Por supuesto, si hablamos de la presidenta de la Comunidad de Madrid o del alcalde de la ciudad, enseguida vemos cómo se aprestan a victimizarse ante el Gobierno Central y pasan por encima de otros razonamientos de tipo técnico y sanitario. Y es que ser la víctima debe tener muchos beneficios políticos, porque en cualquier circunstancia se apresuran a hacerse los dañados. Resulta pintoresco que se lleve hablando de las manifestaciones del 8 de Marzo días y semanas antes de la fecha, mientras siguen las protestas en Cataluña (que son más que manifestaciones) y el día 6 se apelotonaron los fieles para visitar al Cristo de Medinaceli en Madrid (ignoro si se suprimió el contacto físico con la imagen).

 

La propia Irene Montero, ministra del asunto en el Gobierno de Sánchez, ha dado una de cal y otra de arena, porque si bien asumía la no asistencia a las manifestaciones como medida sanitaria, también dejaba caer que se trata de un ataque a las mujeres, porque no ocurren estos debates cuando los motivos para manifestarse son otros.  Y así, puede que todos tengan su parte de razón, pero lo que es incuestionable es que, en plena pandemia, cualquier medida que impida la expansión del virus es recomendable.

 

La derecha vuelve a sacar a pasear la manifestación del 8 de marzo de 2020, tildándola una y otra vez de causa para la primera ola del virus. Solo la manifestación feminista fue la peligrosa, porque no se habla de los militantes de VOX reunidos en Vistalegre esos mismos días, con besos, abrazos y sin hacer caso al virus, como tampoco se lo hicieron a las mareas de aficionados al fútbol, fuera en Madrid, Italia, Valencia o Inglaterra con equipos y aficionados españoles. Para ellos solo fue contagiosa la manifestación feminista, que lo fue, ni más ni menos que los otros eventos. Pero repiten la misma cantinela intentando que se convierta en verdad, siguiendo uno de los principios de Goebbels.

 

Así que, una vez más, los políticos han dado una lección de irresponsabilidad, y la mentira ha salido a pasear. Veremos en qué termina y qué consecuencias trae esta Semana Santa que se empeñan algunos en salvar. Hasta que la vacuna no haya hecho sus efectos en un alto porcentaje de la población, aquí vamos a seguir bailando el pasacate (dos pasos pa´alante, dos pasos pa´atrás). Y esa es otra, porque cada comunidad autónoma lleva su ritmo y su orden, incluso cada isla en Canarias. A ver si terminan de vacunar a israelíes, británicos y norteamericanos, pues entonces va a haber vacunas de sobra, pero habrá que esperar. Mientras tanto, en España nos quedan los debates interminables e inaguantables sobre las regularizaciones del Rey Emérito, la formación alambicada de un posible pacto en Cataluña, las renovaciones de instituciones como el CGPJ, las discrepancias del PSOE y UP desde el mismo gobierno o las perlas que sigan soltando Villarejo y Bárcenas. Demasiado debate estéril.

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Morir en soledad

 

Parece que la sociedad ha asumido que quienes mueren por covid han de ser despachados con diligencia. De alguna manera, en el inconsciente colectivo está la idea de que el covid es algo que sucede pero que le es ajeno. Solo perciben la terrible soledad de estos enfermos cuando se acerca a su familia, y entonces se da cuenta de que  hemos automatizado la muerte, como en los telediarios, cuando dan por buenas las cifras de muertos que son más que si se cayera un avión grande cada día.

 

 

Es especialmente triste el final de quienes están en residencias o en establecimientos hopitalarios privados, donde no es posible acompañar al enfermo. Si bien hay que dar todos los parabienes y agradecimientos a los sanitarios que se dejan la piel, también es cierto que a menudo se dan hechos que habría que revisar. Porque es muy triste que un miércoles digan a los hijos por teléfono que el anciano o la anciana está bien, y el jueves a primera hora llamen con urgencia para decir que ha muerto, y que hay que hacer los trámites del entierro con rapidez.

 

La persona que ha fallecido no estaba en ninguna residencia, simplemente era nonagenaria y vivía en su casa, pero enfermó, y nunca fueron claros con la información. De esa manera, esa persona, que siempre tuvo muy en cuenta los ritos de despedida, fue enterrada con la sola y urgente compañía de sus hijos, que ni siquiera pudieron velarla. Pasan cosas muy raras y es muy triste que, a quien ha vivido siempre teniendo en cuenta a los demás, se le despache como  si fuese un paquete.

 

Son muy malos tiempos para morirse, pero al menos habría que observar el respeto que un hecho como la despedida merece. Hoy me lo han contado y luego he sabido que estas circunstancias alrededor del covid no son tan raras, que están pasando con demasiada frecuencia. Es inhumano convertirse en un paquete que viaja en ese avión que se cae a diario y que es solo un número en un periódico. Duele e indigna la desvergüenza de quienes hace política interesada con los muertos, como si no fueran seres humanos que merecen todos los respetos.  Qué tristeza.