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Falta de empatía sanitaria

 

Desde siempre, la población ha tenido gran respeto por los sanitarios, especialmente los médicos, pues en ellos fía su salud, y espera -y casi siempre consigue- dedicación y confianza. Pero no siempre sucede así, y entonces uno se pregunta si esa persona que dice ejercer la Medicina es apenas un asalariado sin entusiasmo que desprecia -eso demuestra con sus actos- al paciente que lo visita.

 

Hace unos días, una mujer de mi familia, que tienen cierto padecimiento crónico, se presentó en Consultas Externas de una entidad privada de la parte baja de la ciudad para realizar su seguimiento periódico. Bien es verdad que la minuta corría a cargo de una compañía aseguradora. Por motivos desconocidos por la paciente, se presentaba por primera vez ante un nuevo especialista, puesto que el anterior ya no figuraba en el listado de  facultativos de la aseguradora.

La paciente es una mujer sexagenaria, lo mismo que el nuevo doctor. Cuando ella entró en el despacho, se encontró al facultativo con la mascarilla sujeta a la mandíbula y el rostro perfectamente descubierto. Menos mal que mantuvo a la paciente en una alejada silla junto a la pared, como penada. La primera de las dos preguntas que le hizo fue «¿Qué edad tiene?» No preguntó sobre su estado, y cuando hizo la segunda pregunta, «¿Qué está tomando?», sin mediar prueba u observación alguna, decidió que había que liquidar todo el tratamiento, entre los que tenía prescrita un leve dosis de ansiolíticos. Al escuchar el nombre del fármaco, el doctor puso expresión de alarma y sentenció: «Deje de tomar eso, las mujeres de su edad no tienen motivos para tener ansiedad, y si alguna vez les sobreviene se trata yendo a La Iglesia a rezar y a meditar».

La paciente creía estar en medio de una película, que aquello no podía estar pasando en el siglo XXI. Y el médico, sin inmutarse, la citó para el mes siguiente para que le llevase una pruebas de hace varios años, que ni siquiera están en su poder, pues fueron realizadas en una hospitalización y todo ese material quedó en el hospital. Pero lo que más enfadó a la mujer fue que le sobrevino tal perplejidad por el comportamiento incalificable del doctor, que no tuvo capacidad ni de decirle adiós al irse. Y ahora el problema es que tiene miedo de que si presenta una queja en el centro médico, como sería su palabra contra la del médico, le pongan la marca de «conflictiva», y eso podría enturbiar su fluida relación con otros doctores y doctoras que la tratan como es debido, porque cuando se llega a cierta edad no se va al médico, sino a los médicos.

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Juventud, violencia y libertad de expresión

 

 

Desde que en 1789 fue proclamada la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la libertad de pensamiento y expresión aparece claramente definida en sus artículos 10 y 11. Luego, las distintas constituciones democráticas que fueron creándose en los siglos XIX y XX pusieron mucho énfasis en estos principios como elementos esenciales de la libertad del ser humano. En organizaciones internacionales se ha reiterado la libertad de expresión en diversos foros, y un ejemplo es las Naciones Unidas, que entre los Derechos Humanos ha puesto el pensamiento y la expresión como puntales de la propia libertad humana.

 

Como en todo principio colectivo el límite de la libertad de expresión está en la línea a partir de la cual empieza el delito, a través de la injuria, la mentira y la degradación de otro ser humano. Para ello, los estados han establecido leyes que son las que marcan esas líneas, y hemos de reconocer que España no se ha distinguido por la claridad en sus sucesivos códigos penales.  En la mente del pueblo y en la jurisprudencia establecida se mezclan muchas cosas, que deberían estar nítidamente señaladas como salvaguarda de un principio tan esencial en la convivencia democrática.

Si la mayor parte de las fuerzas políticas dicen estar de acuerdo en que hay que revisar las leyes para evitar injusticias, la primera crítica que se me ocurre es qué han hecho en más de un año de gobierno de coalición, que no han metido mano a un asunto tan esencial; y como este otros muchos. La pandemia no es disculpa, porque sí que ha habido tiempo para largas sesiones parlamentarias que más bien parecían festivales del insulto, la descalificación y el nihilismo, porque nunca llegaba a concretarse algo sobre cualquier cosa. No es cierto que no haya habido tiempo; sí que lo ha habido, pero se ha perdido.

Lo que ha ocurrido después del ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél no tiene pies ni cabeza. Admitiendo sin más discusión (que hay espacio para ella) que al encarcelarlo se atenta contra la libertad de expresión, la respuesta en la calle no tiene lógica. Porque para defender la libertad de expresión se utiliza una violencia desmedida, que es indefendible cuando se llega al saqueo de tiendas, el destrozo de mobiliario urbano y el ataque directo a las fuerzas del orden. Luego viene la discusión sobre si los antidisturbios se pasan, y lo más confuso es que un alto dirigente de uno de los partidos no sólo no condena la violencia, sino que la justifica.

 

Me pregunto qué relación tiene llevarse una chaqueta de una tienda de lujo, o incendiar la moto aparcada de un vecino con la libertad de expresión.  Así que creo que estamos en dos dimensiones distintas, porque si bien es cierto que hay que revisar las leyes, no entiendo cómo engancha todo eso con la violencia irracional desatada en estos días. Esa manera de protesta no solo no es aceptable desde ningún punto de vista, sino que se cae por su propio peso cuando, bajo el argumento de la defensa de la libertad de expresión, también se ataca físicamente a medios de comunicación y profesionales de periodismo.  Creo que este es un momento en el que las fuerzas políticas debieran dar muestras de coherencia y dejarse de hacer partidismo marrullero utilizando una violencia que siempre endosan al otro. Creo que, por ese camino, se están equivocando. Todos. Lo que debemos preguntarnos es qué futuro estamos ofreciendo a las nuevas generaciones. Pero de eso no se habla. Hay que defender con firmeza la libertad de expresión como pilar democrático, pero como diría Ortega y Gasset en este caso “no es esto, no es esto”.

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De Carnaval y otras religiones

 

 

Hoy es Martes de Carnaval, aunque en realidad no debería serlo porque no hay carnavales. Pero hay un empeño en que no pasen de largo las distintas festividades que finalmente son un peligro en plena pandemia. Oficialmente no hay carnavales, pero justo, en las vísperas, el alcalde de Santa Cruz de Tenerife acude al despacho disfrazado, dicen que como acto de recuerdo del Carnaval, pero en este caso entiendo que se puede interpretar como una incitación.

 

Hay en los medios canarios recordatorios permanentes de que estamos en carnavales, y aunque se insiste en que no hay fiesta, ya sabemos que desde que alguien aparece con una peluca de plástico o cualquier otro atributo carnavalero, se provoca el cachondeo, que a veces es difícil de controlar. Yo espero que este año no pase por las calles de Las Palmas la carroza nocturna con los altavoces a tope, porque eso sería provocar.

 

Para mucha gente, el Carnaval es una especie de religión, algo sagrado que hay que venerar de la forma que sea, pero el problema es que fácilmente se va de las manos, como pasó el sábado por la noche en una calle de Santa Cruz. Que sí, que es una fiesta preciosa y curiosa, pero cuando no se puede hay que aguantarse. Hay entusiastas de muchas cosas, que tienen tintes sagrados, y ahí ves a los aficionados al fútbol que llevan muchos meses sin poder acudir a un partido en directo de su equipo.

 

Entiendo que el Carnaval es una gran ilusión para muchos grupos de personas, que se pasan meses ensayando, que cada año diseñan un vestuario, y todo eso genera una dinámica económica que se ha paralizado porque no tiene sentido vestir una murga que no va a cantar. Pero es que, cuando hay una guerra, las luces de la ciudad no se encienden por la noche, para no señalar un blanco perfecto a los bombarderos enemigos. Pues estamos en una guerra, y para que nos hagamos una idea comparativa, en Estados Unidos están a punto de doblar el número de muertos por Covid a los que hubo en toda la Guerra de Vietnam.

 

Tengo la esperanza (espero que no vana) de que estos carnavales pasen de puntillas, porque ahí mismo está la Semana Santa, otro mojón en el camino de las aglomeraciones, movimiento de personas y, en definitiva, campo libre para el virus. Ojalá haya mesura en la Semana Santa, pero ya no espero mucho de tantas normas contradictorias que al final no cumplen a rajatabla los objetivos para los que fueron dictadas.

 

Siempre espero que la racionalidad se imponga, pero es como si la sociedad se hubiera infantilizado. De hecho, he leído en alguna parte que la inteligencia media de la población occidental ha descendido en las últimas décadas, cuando la tecnología se ha desarrollado exponencialmente y ha cambiado la forma de vida de la gente. Debe ser eso, porque, si ya las máquinas piensan por nosotros perdemos entrenamiento. Si, encima, algunos de esos grandes supuestos avances tratan de idiotizarnos, no es raro que haya comportamientos tan irresponsable mientras zumba a nuestro alrededor la pandemia.