Mi padre está a punto de cumplir 95 años. Por fortuna, tiene un razonable buen estado de salud general, se vale por sí mismo y está atento a todas las noticias que se producen. Luego quiere que le explique algunas que ni yo mismo comprendo, pero él piensa que su hijo debe entender esos galimatías informativos que se forman alrededor de la pandemia, de la nueva Ley de Educación o de los presupuestos.

Por el contrario, por mucho que se le explique, no acaba de asumir la importancia de las mascarillas, pue no le ve eficacia alguna a un trozo de tela. Cuando estoy con él, le pido que se la ponga, pero argumenta que no es necesario porque soy su hijo. No acaba de entrar en su cabeza el concepto de convivientes. Así que no me queda otra que plantarme y decirle que, o se pone la mascarilla, o me voy. Al final, cede a regañadientes.
Hace unos días tuvo un accidente doméstico, se cayó y se hizo varias heridas en el brazo izquierdo, que llevaron puntos en urgencias. Menos mal que no se rompió nada. Como todas las personas mayores, siempre tiene justificación para todo, y la culpa siempre es de otro, que el objeto con el que tropezó no tenía que estar ahí o que la enfermera le apretó demasiado el vendaje. Y quiere seguir haciendo las mismas cosas que antes del accidente y de la misma manera. Es decir, hay que hacer con él una exhibición de paciencia, y eso ocurre con todas las personas mayores, porque desarrollan un mecanismo de supervivencia que les dicta que ellos tienen que seguir adelante como sea.
Pero así son nuestros mayores que sobrepasan la media de edad general, pues todos sus amigos han desaparecido y ellos se sienten en un mundo que no entienden, porque les sigue maravillando que un teléfono portátil funcione sin cable. Y esas personas seremos nosotros en unos años, si es que alcanzamos edad tan provecta. Este mundo está pensado para jóvenes y eso de las pantallas táctiles es un mundo que pocos ancianos controlan. Digo yo que, por ejemplo, podrían comercializar aparatos de mayor tamaño y con teclados analógicos, aunque sus prestaciones sean menores. Ellos solo necesitan las básicas. Pero el mercado siempre va una docena de pasos por delante y ellos se pierden. Estoy convencido de que, por mucho que sigamos atentos a los avances de las nuevas tecnologías, en 25 años habremos quedado en fuera de juego.
La crítica es que los nuevos avances se olvidan de las personas muy mayores, lo que les resta autonomía, a la hora de manejar una tarjeta de crédito o cualquier otro artilugio. Menos mal que hay nietas e hijos que les ayudan y luego les explican qué han hecho (la desconfianza suele aparecer a veces), pero mientras tengan esos apoyos van bien, pero me pregunto cómo se las arregla una persona muy anciana que, pudiendo valerse sola, tiene que enfrentarse a ese laberinto tecnológico que va desde el televisor a las nuevas radios portátiles o un necesario sonotone.
La reflexión es que acabaremos todos convertidos en unos cascarrabias por vivir en un mundo que no comprendemos, y nadie se esfuerza en hacérselo más fácil. Así que, apartes de esa reivindicación de facilitar las cosas, tengamos con la ancianidad la misma paciencia que esperamos tengan con nosotros.
(*) Detalle del Belén del Palacete Quegles, cuya autoría es de Pedro Arma Boza y su esposa Julia.