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El miedo y las tentaciones

 

Sabemos que la pandemia es una situación muy difícil de controlar, pero se han ido sabiendo cosas en estos meses. Como ya he dicho, soy enemigo frontal del bombardeo permanente, tertulias, opiniones de este o aquella, confusión en lo que es ciencia y lo que es política. Veo un noticiario al día para estar al corriente, pero esa permanente cantinela se me hace insoportable; tengo la sensación (a veces es más que una sensación) de que se está creando miedo continuamente. El virus es peligroso y a veces mortal, eso lo sabemos, pero es que cada día aparece una novedad terrorífica que mañana es desmentida o sustituida por otra.

No consigo comprender por qué hay un gran sector de la población que parece no enterarse de lo básico. No es tan difícil entender el mecanismo de las mascarillas, y que si dejas fuera la nariz es como si no llevases ninguna; tampoco es tan complicado asumir que hay que mantener las distancias, buscar lugares aireados para comer o tomar café, lavarse las manos porque con ellas nos llevamos a la cara el posible virus que podamos tocar. Aun así, puede haber contagios, pero veo que alrededor de una mesa hay media docena (hasta 10) personas y a los cinco minutos de cháchara relajan las distancias, gritan y se olvidan de que para tomar la cerveza antes han tenido que quitarse la mascarilla. Esa indisciplina puede ser propia del carácter de la gente, no de toda, y puede que funcione de manera inconsciente, pero aun así observo que la mayor parte de las personas cumplen con lo establecido. Pero, claro, basta con que una sola persona portadora se olvide de las normas para que se líe.

 

Lo que ya me parece rayano en el delito son esas fiestas organizadas, no solamente por gente muy joven (lo cual tampoco sería una disculpa), esos tumultos sin protección con una alegría como si estuvieran en La Rama. Gran parte de los contagios provienen de esa irracionalidad, porque, aunque se esté en la adolescencia ya se conoce el valor de la vida y de la muerte, la solidaridad con los demás, el respeto a la propia salud. Colegios mayores, llenos de universitarios que se supone tienen información suficiente para valorar el peligro que es un botellón sin freno. Y esa obsesión por la fiesta, el hedonismo sin control. Decía una chica en la radio que si cerraban los bares y locales tendría que buscarse la vida. Pues probablemente no sea la vida lo que se busque en un botellón playero y clandestino.

 

Y luego están los propios medios, con los recordatorios de la fiesta que se suspende y que por lo visto está anclada en el ADN de la gente que no se entera que este o aquel evento ha sido suspendido. Hubo Sanfermines clandestinos en julio y en cada fiesta de pueblo que se suspendía siempre aparecía un grupo que montaba su propio dislate. Es como si no pudieran vivir sin la fiesta, no se piensa en la salud, en la economía, en la vida; hay que pasar un tiempo con restricciones para poder volver a lo de antes, pero así no. Ya empiezan a sonar lo ruidos de Halloween, ya se habla del puente de principio de diciembre, y hay debates sobre las cenas y almuerzos navideños, sean familiares, de empresas o de amigos. Me temo que en alguna parte alguien improvisará una cabalgata de Reyes, y ya no sé cómo imaginar las doce uvas del 31 de diciembre.

 

Y esto me lleva a una gran decepción sobre el género humano. Ya hay comentarios sobre cómo se van a resolver esas comidas multitudinarias de Navidad. Nada hay que resolver, hay una razón de mucho peso que invita a que se suspendan, y ya vendrán comilonas y parrandas más adelante, pero es que, insisto, los medios no ayudan, sino todo lo contrario. Por un lado, cada noticiario, tertulia o reportaje de un periódico parece una película de terror. Pero el rebote de ese miedo no es el cuidado y la reserva, sino ese run-rún sobre Halloween, la Navidad, la Nochevieja y la cabalgata de Reyes como tentadoras manzanas del Paraíso. No sé, miro a mi alrededor y empiezo a pensar que la Humanidad se ha vuelto loca.

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