Entrados ya en la secuencia progresiva de la desescalada, tengo la sensación de que la economía manda y es necesario seguir adelante para evitar el colapso. Ahora resulta que los aviones pueden ir llenos, que los hoteles se pueden ocupar en determinadas condiciones y que incluso será posible que haya actos públicos con control de espacios, porcentajes de asistentes y siempre con el uso de mascarillas donde se determine y el frecuente lavado de manos. Luego escuchas que hay que tener muy reforzados los servicios sanitarios por si hay un rebrote. Y entonces es cuando entiendes por qué países como Suecia nunca llegaron a decretar confinamiento total, como se ha hecho en el resto de Europa. La crítica (y autocrítica) es que una población disciplinada no empeora los números, aunque aterra pensar que esas cifras pueden ser personas muy enfermas o incluso fallecimientos.

Y luego está el famoso debate sobre los comportamientos culturales, porque de lo escuchado en estos días se deduce que la gente latina es más dispersa y al mismo tiempo más expresiva en sus manifestaciones de contacto con los demás que los países del norte de Europa, y ya no digamos los países asiáticos. Yo creo que también es un problema de educación, en la que durante años se ha ido deteriorando la autoridad profesoral, y así no hay manera de tener clases controladas y automatizadas como ocurre, por ejemplo, en Finlandia, que siempre la ponen como paradigma de respeto al profesorado, aunque en eso nadie gana a Japón, lugar en el que el Emperador es el máximo símbolo y todos han de inclinarse ante él, pero curiosamente es el Emperador el que se inclina cuando saluda a un profesor o una profesora, porque es una sociedad que entiende el valor de la educación y de la figura de las personas que ejercen la docencia.
Hemos tenido que aprender a marchas forzadas que debemos ser más comedidos físicamente en nuestra comunicación física con los demás. No sé yo si la idiosincrasia de un pueblo se puede improvisar en unas pocas semanas, pero es evidente que tendremos que intentarlo. Y en este punto hay que mirar a los medios de comunicación, que si se lo propusieran podrían hacer una labor tremenda, lo que pasa es que dedican demasiadas horas a marear la perdiz y a veces a confundir. Y las comparaciones con otras culturas son siempre cuestionables, porque no se trata solo de costumbres, sino de potencial económico, de sistema político o de ambas cosas combinadas, porque en estos días, en China, por un rebrote pequeño están haciendo pruebas a los once millones de personas del territorio que abarca la alarma.
Por ello, es verdad que tendremos que aprender a convivir con una nueva situación, y debemos contar con nosotros mismos en primer lugar, pero también con que los demás asuman que cada uno de nosotros es un peligro potencial. El bajísimo grado de inmunidad de la población canaria (consecuencia también del éxito de las medidas que se han tomado) es un arma de dos filos, porque significa que la casi totalidad de la población está indefensa contra el virus, aunque más exacto sería decir que se trata de que entre todos debamos mantener a raya la enfermedad, pero es obvio que desde los poderes públicos han de arbitrarse las medidas indispensable para que esa “nueva normalidad” hacia la que vamos sea más segura.
Y termino estos apuntes en la primera fase valorando los aprendizajes. En el confinamiento al menos se ha tomado conciencia del sentimiento de vecindad, de coincidir desde las ventanas y balcones con personas que conocíamos “de vista” y que viven en nuestra propia calle. Ahora, no solo sabemos sus nombres, sino que se ha establecido un vínculo que nos hace más humanos, porque la solidaridad y el entendimiento empiezan en nuestro vecino más cercano. Ojalá las personas que están hoy en la política y por lo tanto tienen la responsabilidad de coordinar la respuesta colectiva ante una situación muy compleja aprendan de la modesta y humana disposición de los vecinos de una calle que, al cruzar sus miradas, saben que todos navegamos en el mismo barco. La esperanza es lo último que se pierde.