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DIARIO DE CUARENTENA. Jornada 12: Hipondría (26/03/2020).

 

Malos tiempos para quienes sufran de hipocondría. En realidad, todos la padecemos un poco, porque cuando nos hablan de piojos nos pica la cabeza. En estos días andamos vigilantes, analizamos qué tipo de tos ha sido ese golpe que nos ha dado al salir de la ducha, y quienes tienen alguna patología crónica o una partida de nacimiento con cierto recorrido se toman la fiebre dos veces al día. Esas décimas que a menudo aparecían como consecuencia normal de una digestión lenta, un leve resfriado o cualquier otra causa habitual y a la que normalmente no hacemos caso se convierte en una señal de alerta. Y en esas comunicaciones con la familia o los amigos por lo único que se pregunta es por la salud.  Por ello creo que habría que relajarse un poco, porque, por ejemplo, quienes padecen faringitis crónica y conviven con una molestia (a veces dolor) permanente en la garganta pueden ser presa de la angustia. Si no nos encontramos especialmente mal, hay que pensar en otra cosa, porque con esa centinela se añade un factor más de estrés al confinamiento.

Uno no sabe qué pensar, porque los consejos y advertencias que nos dan se contradicen con frecuencia. Por ejemplo, las estricta medidas de limpieza y desinfección; si una persona está sola en su piso, no sale a la calle y el material de supermercado y farmacia entró con las medidas de desinfección necesarias, no entiendo muy bien por qué hay que estar pasando lejía rebajada por la loza. ¿Quién o qué va a infectar a esa persona solitaria? En estas circunstancias, yo siempre apuesto por pasarme antes que por quedarme corto, porque nunca sabemos qué es verdad y qué es un bulo de los muchos que circulan por las redes sociales.

Creo que el día que podamos salir a la calle para hacer la vida que hemos hecho siempre algo se nos habrá cambiado por dentro. Espero que esto sirva para que hayamos aprendido la diferencia entre lo esencial del oropel, y de todo eso valorar que la vida por sí misma es un valor supremo, la nuestra y la de los demás. Ojalá hayamos aprendido la lección y miremos con otros ojos a las personas con las que convivimos y a las que no conocemos pero que son seres humanos que merecen la misma consideración que damos a nuestra propia vida. Tal vez pida mucho, porque tenemos una gran facilidad para el olvido, pero tengo la esperanza de que algún poso haya quedado.

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DIARIO DE CUARENTENA. Jornada 11: Pensar en el día de hoy (25/03/2020).

 

Ayer alguien nombró el conocido poema Nadie es un isla de John Donne, poeta inglés contemporáneo de Shakespeare. Y sentí como nunca en mi piel el significado de que formamos parte de la Humanidad, y que cada vez que alguien muere, desaparece una parte de esa Humanidad  a la que pertenecemos. Por eso Hemingway pone los versos finales de este poema como epígrafe de su novela Por quién doblan las campanas. Y mi cotidianidad se hizo muy cuesta arriba al pensar en quienes les ha llegado la hora de partir, y en sus familiares, que ni siquiera tienen el consuelo de despedirlos y de recibir el abrazo de quienes los aman. La Humanidad somos todos.

Después pensé en que esto mismo sucede cada día, cuando la gente muere de hambre, de intolerancia o de olvido. También son Humanidad aunque no pertenezcan a lo que entendemos como nuestro ámbito cultural. Y me sentí culpable. Me ayudó mucho la mirada de la niña que aplaude en la ventana del otro lado de la calle como si esos aplausos de las siete fueran una fiesta. Y aprendí de golpe que este es el día de hoy, que hay que seguir como si fuésemos esa niña que no piensa en mañana, sino en el aplauso que realiza con entusiasmo.

Hoy he escuchado en la radio una entrevista que le hacían a la Superiora de un convento de clausura, y le pedían consejo para resistir el confinamiento. Decía la Abadesa que vivir la clausura es otro aprendizaje, y su secreto es pensar solo en el día de hoy, en el presente, que es la misma receta de la niña que aplaude en la ventana de enfrente. Y eso hago ahora; pensar en hoy, ver si ya ha madurado el aguacate que todavía estaba verde ayer, y buscar en las estanterías lecturas aplazadas y admirar cada día más a quien me ayuda a que pueda sentir como la niña de la ventana de enfrente, o como la Abadesa de un convento de clausura, que es pensar en la vida aquí y ahora. Continuamos.

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El paraíso perdido

 

Este trabajo lleva el mismo título que el poema de John Milton, un clásico inglés del siglo XVII que cuenta en forma de epopeya el episodio de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso y en el que subyace la pregunta de por qué un Dios supuestamente misericordioso y omnipotente permite los errores humanos, cuando para él sería muy fácil evitarlos. Viene a cuento porque en estos días echamos de menos la vida cotidiana que muchas veces tildábamos de monótona e insulsa: comprar el pan, ir y venir al lugar de trabajo, tomar café con alguien conocido. Ahora, hasta tirar la basura se ha convertido en una ilusión porque permite salir del encierro que supone estar todo el día en casa. Miramos hacia atrás, y añoramos esa monotonía que era el eje de nuestra vida.

Pero sin duda lo que más se echa de menos es a las personas, sea a la gente en general o muy especialmente a los seres querido a los que ahora no tenemos acceso directo. Están el teléfono, las videollamadas y todos los medios tecnológicos que nos permiten ver y hablar en tiempo real con alguien que está lejos, pero eso antes era un sucedáneo de los afectos, porque siempre lo importante era el cara a cara. Ahora nos damos cuenta de que en los últimos años se ha despreciado ese trato directo, esa conversación en vivo, porque a veces alrededor de una mesa cada cual se embebía en su móvil, comunicándose con alguien que estaba en Pernambuco, mientras ignoraba a las personas sentadas a su lado. También deberemos aprender esa lección de todo esto.

Abundan en estos días los profetas del pasado, gente que por lo visto sabía que una catástrofe de estas dimensiones iba a ocurrir y no se previno. Ciertamente, sí que ha habido ciertas advertencias claras, algunas desde el mundo de las Humanidades, como la novela de Saramago Ensayo sobre la ceguera, a la que le dimos solo valor literario como en su momento se le dio a 1984 de Georges Orwell. O a algunas distopías que hemos tomado por ciencia-ficción y entretenimiento, como en su día fue tomado Un mundo Feliz de Huxley. Pero las verdaderas advertencias vinieron del mundo científico; nadie escuchó el clamor de biólogos, epidemiólogos e investigadores en este campo, que han predicado en el desierto a pesar de las fuertes señales que se vieron con la Gripe A y otros virus posteriores. Combinando esa sordera del mundo y sus poderes con la ceguera metafórica que nos presentaba Saramago, el resultado es el presente, una pandemia terrible y dolorosa que ojalá sirva para que cambie la forma de mirar y los valores se vuelvan reales.

Lo que me deja perplejo es que, aun en estas circunstancias, la capacidad humana para la necedad es ilimitada. «Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo» (Einstein dixit). En estos días estamos viendo cómo siguen algunos y algunas jugando a la demagogia cuando no a la mentira, para tratar de sacar ventaja a la salida de esta crisis, que nadie sabe exactamente cómo quedará y cuáles serán los lastres y las enseñanzas que posiblemente signifiquen un antes y un después. Decía esta semana Angela Merkel que no nos habíamos enfrentado a un shock social semejante desde la II Guerra Mundial, y aquello fue muy fuerte. El mundo cambió, y posiblemente cambie ahora, pero desconocemos de qué manera, porque los profetas del pasado para predecir valen poco.

Y vuelvo a insistir en que los profetas del futuro son los científicos, son ellos los que pueden prepararnos para afrontar un mundo muy cambiante, pero para eso deben tener medios, y que la investigación sea prioritaria en todo gobierno responsable que se precie. No me fío mucho del ser humano en cuanto a sus aprendizajes, porque suele durarle hasta que se olvida del sufrimiento o hasta que su ambición le lleva a valorar más al dinero que a la gente. Y eso está pasando. Si ha habido errores evitables, negligencias o torpezas, tratemos de corregirlas y habrá tiempo de dirimir responsabilidades y los efectos que estas tengan. Ahora no, el río viene muy fuerte y el objetivo es alcanzar la orilla. Cuando acabe este desafío y encontremos otra vez nuestro paraíso perdido particular, ojalá la Humanidad se ponga a trabajar en otro reto común, dar prioridad a las personas. Buena semana.