Hay memorias que cuentan las vivencias personales e incluso íntimas y otras en las que el autor funciona como testigo de hechos de interés para el lector, sobre todo si quien las escribe es un personaje con mucha presencia social o histórica; un ejemplo de esto último podrían ser Churchill o Darwin, porque tiene mucho atractivo conocer elementos de la trastienda de momentos importantes de nuestra historia común; eso, claro, desde la perspectiva de una persona, que puede estirar o encoger los hechos según le convenga. Las hay mixtas y luego están las de los escritores, cuyo mayor interés radica en conocer de primera mano detalles de un periodo literario propio y de todo lo que se ha movido alrededor, y más si se ha sido testigo, confidente y protagonista de buena parte de la historia literaria de ambas orillas de nuestra lengua en el último medio siglo. De esta manera es cómo hay que acercarse a Ni para el amor ni para el olvido, primer tomo de memorias de J.J. Armas Marcelo.
Aunque a veces no se diga expresamente, existe la creencia inconsciente de que lo que no se cuenta es como si no hubiera sucedido. Desde que el ser humano alcanzó el lenguaje y la capacidad de comunicación, sabemos de nuestro pasado por las imágenes gráficas, por la memoria transmitida a través de la oralidad y por la escritura cuando el ser humano empezó a escribir, siempre desde una visión subjetiva, de manera que dos personas perpetuarán el mismo hecho de distinta forma, porque la imaginación va generando realidades paralelas que, al cabo, crean tanta o más conciencia colectiva que los escritos que se aferran a una realidad que también tiene diversas aristas. Podríamos decir que ahora mismo son más reales Don Quijote, Aquiles y Fortunata que Cervantes, Homero y Galdós.
Se trata, por lo tanto, de contar lo que llega a la imaginación, porque eso que se cuenta es lo que va a quedar para el futuro. Cuando alguien escribe sobre su propia biografía, tiene que darse cuenta de que la memoria va acomodando los recuerdos, hasta el punto de que el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez escribió: «la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla». Si esto sucede con lo que entendemos como real, es imposible estimar hasta dónde puede llevarnos nuestra imaginación. El listado de memorialistas ilustres que han dado la visión personal de su época y su sociedad es tan largo como interesante, desde la fiesta que era París para Hemingway, a las mudanzas de Nabokov cada vez que cumplía otros veinte años; Kipling, Virginia Wolf, Casanova, Anaïs Nin, Sábato, Simone de Beauvoir o Stefan Zweig, han plantado, como Alberti, sus arboledas perdidas y, como Neruda, han confesado su pasión por la vida.
Esa es la pasión que ha derrochado y derrocha Juancho desde que nació y se fue a Madrid detrás de un balón merengue y de la llave de la lengua, que entonces tenía dos puertas, una en la capital y otra en la Barcelona europea que era la envidia de aquella España que olía a cerrado y sacristía. A Barcelona se iría más tarde, después de inventar literatura en Canarias desde la editorial Inventarios Provisionales, sobre la que cayó -también sobre él- la furia que convertía a militares iletrados en magistrados del orden maldito de los infames. Como Tomás Moro, mira hacia atrás sin ira, pero sin ceder una palabra al silencio, tal vez porque entienda que hay que contar las peripecias y retratar las cosas para que se sepa que sucedieron y que han existido; las buenas y también también las malas. Este tomo llega hasta la frontera felipista de los ochenta, y al menos en su primera mitad, me trae la memoria propia de aquellos años en los que caminábamos juntos por la calle León y Castillo, esquina Plaza de la Feria, en Las Palmas de Gran Canaria, con puerto de salida en las agobiantes traducciones de Tácito y de llegada sabe Dios, aunque siempre había parada en algún entrevero literario. Esos primeros años setenta imaginábamos la futura España leyendo a hurtadillas Ruedo Ibérico, y Juancho ya se sentía sobrevolando el Atlántico y los Andes tantas veces que ya se ha perdido la cuenta.
Y luego está la prosa, esa otra manera de contar que usa Juancho en este libro, como si estuviera hablando cara a cara. Así que, por suerte para unos y desgracia para otros, se ha contado y por lo tanto ha sucedido. Ya no hay excusa; la ira nunca fue buena compañera de viaje, pero sí que es necesario usar el retrovisor de vez en cuando. Al leer este tomo, queda retratada una década y media en Canarias y en España. Esperamos la siguiente entrega porque es cuando llega la plenitud de ese Juancho que conoce porque ha hablado con ellos a casi todos los vivos y a buena parte de los muertos, ese Juancho que ya sabía que estaba condenado a pasar media vida en un avión. Y es que había estado en América antes de poner sus pies sobre ella.
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