Pongo por delante que no me gustan las formas rancias de Donald Trump y menos aun su discurso confuso, porque hablar de programa sería darle el beneficio de la duda. El caso es que ya ocupa la presidencia de Estados Unidos, y a saber qué cosas materializará de las que ha farfullado y cuáles de las que no ha dicho, porque, no es que se trate de un dirigente de esta o aquella tendencia, es que ni el partido por el que se ha presentado se fía de él. Es claramente contradictorio, lo cual no debería ser una novedad entre quienes se dedican a la política, pero en este caso la contradicción es de tales dimensiones que asusta hasta a los más conservadores, seguramente porque temen que con sus ocurrencias ponga en peligro el status quo. El discurso que hizo la actriz Meryl Streep hace unos días resume la desconfianza que genera el personaje, y en unos momentos tan complicados en el tablero internacional lo que se teme es que pueda actuar de manera que rompa los precarios equilibrios actuales, con posibles consecuencias que ni nos atrevemos a imaginar. Alguien ha dicho que tiene reacciones de un niño de primaria, y eso equivale a dar una catana a un chimpancé; puede que no pase nada o que sea un desastre.
Algunos de los argumentos que esgrimen los defensores de Trump en este lado del Atlántico no tranquilizan, pero a la vez son difícilmente rebatibles, porque la historia de los presidentes norteamericanos no aguanta un viento fuerte. Lo mismo que los Césares de Roma o los emperadores chinos, ningún dirigente de una gran potencia hegemónica suele ser una hermanita de la caridad, ni sus políticas son las de una ONG. Los presidentes norteamericanos no son la excepción, sobre todo desde que Estados Unidos comenzó a darle la vuelta a la Doctrina Monroe (América para los americanos) y pasó de defenderse de las potencias imperialistas europeas a ejercer dominio exterior, y en aras de su soberanía comprometía la de sus vecinos (Corolario Hayes). Sabemos lo que ha sido la influencia exterior de Estados Unidos en el siglo XX y lo que llevamos del XXI, sea el intervencionismo en Centroamérica y la Operación Cóndor, sea su papel de Oriente Medio y en todo el planeta. Después de Theodore Roosevelt, Obama incluido, ningún presidente puede hablar muy alto. ¿Quiere esto decir que Trump va a acabar con todo eso? La respuesta es obvia; no creo que lo haga y, si en su confusión, lo intentara, no se lo permitirían, pero aun así puede que cuando quieran embridarlo sea tarde, porque la política y la burocracia a veces son demasiado lentas.
Y ese es el gran problema que representa Trump, que no se sabe qué hará y cómo repercutirá en el resto del mundo, pues no olvidemos que Estados Unidos tiene intereses en todas partes y 500 bases militares fuera de sus fronteras (eso suma demasiados fusiles). La contestación internacional puede ser muy dura y la interna ya está siéndolo. Sabemos cómo se las gasta el verdadero poder norteamericano (financiero, comercial, industrial, militar y otras cuñas innombrables) cuando algún presidente se sale del camino trazado: lo hacen dimitir, le dispara un espontáneo o lo mandan a Dallas en coche descubierto. Y eso Donald Trump lo sabe (o debería saberlo).
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