de dónde son los cantantes…»
A quienes hemos conocido toda la trayectoria literaria de Alexis Ravelo, no nos supone una sorpresa inaudita la publicación de La otra vida de Ned Blackbird. El parpadeo áureo de su nombre procede de su producción en lo que hoy se llama género negro, que engloba distintos matices que no viene al caso comentar. Ahora publica lo que los cursis exquisitos llamarían una novela literaria, como si las otras no lo fueran. No obstante, esta nueva novela de Ravelo tiene elementos inquietantes, porque, como diría ese mismo erudito pretencioso, capra tendit in silva (la cabra tira al monte, para entendernos). Es lógico que ese aire de intriga envuelva todo el texto; aunque Alexis ha refrenado su velocidad instintiva y ha dejado en el banquillo el vocabulario canalla de sus más que sospechosos habituales, siempre se respira el Ravelo; si a Edgar Allan se le despertaba el Poe hasta cuando escribía cartas a su prima-esposa Virginia, es palmario que cuando un escritor consigue su estilo este busca salida en cualquier circunstancia.
Tengo la impresión de que Alexis Ravelo no solo quiso escribir una novela. El sistema de matrioskas visibles y camufladas delata que hay algo más: que la novela es un andamio para soportar un debate que el novelista mantiene consigo mismo y que pone sobre la mesa para que el lector oponga sus contraargumentos aquí, consienta allá y dude casi siempre. Aparentemente es una historia que gira alrededor de un profesor universitario que llega a una pequeña ciudad después de ciertas vicisitudes personales (que irán descubriéndose poco a poco), y alquila un piso que antes ha sido ocupado por una maestra ya jubilada que ha fallecido recientemente. Y ese escenario, también aparentemente poco interesante, le basta y le sobra al novelista para ir entrelazando episodios cotidianos con otros muy turbadores y que a menudo desafían la lógica habitual. Es una gota de agua a la que más tarde se le suma otra y luego otra, hasta que entre todas conforman un martilleo atronador. El Alexis Ravelo de siempre con sordina, pero que con hilo de seda va envolviendo al lector hasta que lo pone donde él quiere.
Vale, pues sería una novela, incluso una buena novela. Pero es que cunde el desasosiego a partir de todas las intrigas del relato, de la preguntas agazapadas y nunca formuladas, aparte de algunas evidencia que no se cuentan pero que lo son porque las cosas suceden de una manera determinada y solo de esa manera. Aparte de escarbar en lo metafísico (al final los arañazos se convierten en brutal sorriba), organiza una mezcla de escrituras, desde las más cultas y casi arcanas, a las más populares, donde se homenajea a los autores de las novelitas de quiosco, que unos eran americanos y otros lo parecían, desde los herederos de Zane Grey en el far-west a los que llenaron muchas horas de latón a la España del franquismo. En aquellos años tan largos y oscuros, autores como Kent Davis o Dick Norton se codeaban con Silver Kane o la industria familiar de Marcial Lafuente Estefanía que «fabricó» más de cinco mil novelas de dos pesetas y a cincuenta céntimos el cambio. Hubo otros géneros; uno de ellos la novela rosa, nacido en Italia (como hace cuatro siglos las novelas cortas que hicieron escribir a Cervantes las Novelas Ejemplares), viajó a Argentina y a Estados Unidos y tuvo posteriormente en España representantes de mucho éxito (Corín Tellado vendió a lo largo de su vida 400 millones de ejemplares de sus casi 600 novelitas).
Hablo de todo esto porque es parte de ese argumento no explicitado en la novela pero que la vertebra, y que nos conduce a dudar de si la escritura es más que la creación de una ficción y los autores son demiurgos que fundan civilizaciones; o lo contrario, que hasta los propios novelistas son creaciones de otros, como creyó siempre aquel mal escritor francés del siglo XIX, que hacía folletines por entregas y estaba convencido de que él mismo era un personaje que otro escribió. Una locura que se mueve en espiral pero que sobrevuela La otra vida de Ned Blackbird. Lo que nos lleva a preguntarnos de qué materia está hecha la realidad, y si el propio Nabokov es fruto de un pésimo folletín amoroso que acaba haciendo indirectamente responsable a Corín Tellado de la escritura en diferido de Lolita. ¿Es que acaso no son hoy La Celestina, Jane Eyre y Sam Spade más reales que Fernando de Rojas, Charlotte Brontë y Dashiell Hammett? De todo esto colegimos que Alexis no solo canta; también escucha otras canciones, y como el Trío Matamoros, quiere saber de dónde son los cantantes.
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