Se supone que hace más de 200 años que dejamos atrás una manera de administrar justicia en la que el acusado era culpable y tenía que demostrar su inocencia, cosa que casi nunca sucedía porque es muy difícil demostrar que no se ha hecho algo. Los cambios que empezaron en el siglo XVIII y se fueron extendiendo por todo Occidente durante el XIX y el XX establecen que todo el mundo es inocente y es el ministerio público el que tiene que aportar la carga de la prueba, esto es, acreditar con pruebas irrefutables que el acusado ha cometido el delito por el que se le juzga. Debe quedar claro para condenar, no vale que haya indicios, sospechas e incluso evidencias. Y en las sentencias se supone que se aplica una pena proporcional al delito cometido, siempre según las leyes en vigor. Hasta aquí lo que debería ser habitual, pero resulta que en los últimos tiempos escucho con frecuencia a políticos, medios y la propia calle reclamar una «sentencia ejemplarizante» en algunos casos que supuestamente arman mucho ruido y producen alarma social. Lo de ejemplarizante me recuerda a los castigos medievales, cuando colocaban en una picota a la entrada de una ciudad la cabeza de un reo ejecutado para que fuese escarnecido y como advertencia. Estas reacciones me dan miedo, porque la Justicia debe buscar simplemente ser justa, porque con la supuesta necesidad de dar ejemplo se pide algo tan terrible como que se traspase el principio de imparcialidad de la Justicia. El remache es que se exige mediáticamente a un condenado que pida perdón. Pues mire, no, ni una cosa ni la otra, ya tiene su castigo justo, que se cumpla y a otra cosa, y por el contrario tampoco vale sugerir que la sentencia sea más leve cuando se pide perdón. Y a las víctimas hay que protegerlas, ayudarlas y apoyarlas, desde planos políticos, sociales o económicos, pero no deben tener incidencia en el cumplimiento de una sentencia justa, ni a favor ni en contra.
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