El fútbol fue inventado por los magnates ingleses para las masas, hartos de que el populacho se inmiscuyera en los refinados juegos de pelota con que las clases altas se divertían en los clubs de campo. Wimbledom no estaba hecho para obreros. Los asalariados no tenían la delicadeza y la pericia necesarias para jugar al badmington, al polo o al tenis, juegos que utilizaban las manos. A los de abajo había que inventarles algo que se jugase a la patada. Juanito Rodríguez Doreste decía que el Primer Ministro británico debió encargar un estudio a alguna comisión de expertos pelotaris que por fin dieron con la solución: ¡eureka, el fútbol!. Y como los ingleses eran en la práctica dueños de medio mundo, llevaron el nuevo deporte a todas sus colonias y a los países que, sin pertenecerles oficialmente, dominaban por el mercado. No cuajó en La India ni en Africa Oriental, pero sí que aprendieron enseguida a dar patadas a un cuero en el Río de La Plata, en Río de Janeiro y, por supuesto, en todos los ríos de Europa. Ahora resulta que explotando el espíritu ancestral y a veces artificial de tribu, para muchos grupos humanos, incluso naciones, un equipo de fútbol es su seña de identidad, aunque sea un invento inglés, esté repleto de foráneos y finalmente todos los equipo de fútbol sean lo mismo: un grupo de jóvenes (a veces inmoralmente multimillonarios, que esa es otra) dando patadas a un balón. Por eso siempre digo que me gusta el fútbol bien jugado desde el minuto uno hasta el noventa, y aborrezco todo lo demás que hay alrededor: publicidad, dinero, política… Cualquier cosa menos deporte.
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