mi copa al sol de la noche
y bebo el vino sagrado
que hermana los corazones.
(Nicanor Parra)
Cien años ya, desde aquel 5 de septiembre de 1914 en el que vio la luz austral Nicanor Parra, un gran poeta, pero no uno más, podríamos decir que «el poeta». Celebrar a un hombre centenario y lúcido es como burlarse del tiempo, pero si hablamos de «uno de los mayores poetas de Occidente» (Harold Bloom dixit), el desafío es a la intemporalidad, pues el hombre se vuelve eterno como su poesía. Escasas son las personas que alcanzan los cien años, y por consiguiente un escritor centenario es una rareza. Me vienen a la memoria Jüngers y Francisco Ayala, y por eso hoy es un día muy especial, de los pocos que se dan cada siglo.
Decir Parra es decir Chile, ese país que va desde el abrasador y reseco desierto de Atacama hasta el Canal de Beagle y más allá en el umbral del Antártico, frío, húmedo y peligroso. Una estrecha lengua de tierra andina que se mueve continuamente, como las palabras de los poetas, y que se echa a volar muy lejos, hasta llegar al centro del Océano Pacífico, a Rapa Nui, en el confín de lo incomprensible, y que lo comprende todo, como la poesía que es legítima. Nicanor Parra ha entendido ese Chile como metáfora del Universo, y forma parte de los escogidos por los dioses para comunicarlo a los humanos. Pero el poeta es también el universo de su lengua y de la Humanidad.
Por ello brindo por Chile, por nuestra lengua, por el ser humano, por la poesía. Es como decir:
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