Aparte de fiestas tradicionales en otras épocas del año, como el Carnaval, las Fallas, el Rocío o la Feria de Abril, el mayor peso festero recae siempre en el verano, que en Canarias se abre con las hogueras de San Antonio y San Juan y se cierra con el fuego «infernal» de San Miguel el 29 de septiembre, ya en el lindero del otoño. Y es lógico que se aproveche el buen tiempo para armar fiestas que vienen de muy lejos, casi siempre celebrando a un santo o a una virgen, aunque también se han recuperado o creado otras que tienen que ver con las cosechas, el agua, el barro o cualquier otro elemento que finalmente es un factor económico de determinado colectivo (aunque lo de la Tomatina de Albuñol nunca me gustó, debe ser por aquello de que con las cosas de comer no se juega).
Y está bien la fiesta como compensación al trabajo, como forma de relacionarse con los demás y como sana diversión. Lo hermoso ha sido siempre que cada una tenga sus propias características, que mantenga el sello que la hace diferente y especial. Pero en los últimos años se está imponiendo una forma grosera de festejar, y así se va perdiendo la esencia de cada una. Cada día, cualquier fiesta, se parece más a todas, y calculas que estás en carnavales porque te quedan restos de purpurina en la cara o en los Sanfermines porque amaneces con un pañuelo rojo al cuello. Otros elementos que están distorsionando el verdadero espíritu de cada fiesta son la violencia y el «todo vale», y estamos viendo en estos días cómo en Pamplona se está convirtiendo en un deporte manosear a las mujeres en contra de su voluntad. Y eso nada tiene que ver con los Sanfermines, con los carnavales o con la romería de San Agapito. Así que, fiesta sí, pero fiesta y no otra cosa, y cada una con sus señas de identidad, porque si no acabarán todas siendo un gigantesco botellón.
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