El 25 de abril de 1974 cayó en Portugal la dictadura salazarista, en un escalonamiento de secuencias que ya entonces parecían sacadas de una película de cine fantástico. Un país, harto de una dictadura y de las guerras coloniales que lo desangraban, se revolvió contra la inercia de la historia, con el ejército a la cabeza de esa marcha hacia la democracia. Las fotos de los soldados a los que los manifestantes ponían claveles en los cañones de sus fusiles es icónica y romántica, y también hay quien afirma que los soldados que salieron a la calle llevaban sus armas descargadas. Han pasado cuarenta años y, aunque ya pertenece a la nostalgia escuchar la canción Grândola Vila Morena de Zeca Afonso, que sirvió de señal a través de la radio, miramos hacia atrás y vemos que Portugal sigue sumido en un mundo de desigualdades, que la voracidad de los tiburones de siempre es insaciable en cualquier régimen político y que los dirigentes tendrían que reflexionar sobre si vale la pena escenificar una democracia irreal, que solo sirve a los que más tienen, y cada vez peor, como analiza el economista francés Thomas Piketty, que en su último trabajo afirma que estamos volviendo a la aumulación de la riqueza, que va camino de patrimonializarse y regresar a la riqueza heredada. De ahí al feudalismo solo hay un paso. Y a Portugal le ha pasado como a España y Grecia, pero al menos pueden decir que su Parlamento se ha opuesto varias veces a los recortes injustos, cosa que en aquí nunca ha sucedido, ni se espera que ocurra porque en realidad España nunca dejó de ser patrimonio de unos pocos.
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