El impacto mediático que ha causado el falso documental que ha montado Jordi Évole el domingo 23 de febrero no es simplemente un divertimento televisivo. De entrada digo que no entiendo a los televidente que se han cabreado porque consideran que han sido engañados; el falso documental es un género que juega con el humor, la ficción y sus anclajes con la realidad. Hay dos maneras de enfocarlo: emitirlo sin más explicaciones o hacerlo aclarando en el propio documental o al final del mismo la verdadera naturaleza del producto. La segunda opción, que es la que utilizó Évole, lo deja todo muy claro, porque si se decide por la primera el engaño dura más tiempo y puede tener consecuencias si se trata de un asunto tan sensible como una conspiración para un golpe de estado. Otra cosa es que el programa trate de la biografía de un personaje, de las costumbres de los bosquimanos o de las propiedades terapéuticas del Rock and roll, en cuyo caso tendría escaso interés, y para que un falso documental impacte debe tratar de algo que está en la mente de todos los posibles destinatarios. El falso documental lleva haciéndose desde hace más de un siglo (empezó en el cine mudo), unas veces para engañar, lo que lo convierte en fraude, y otras para crear una situación verosímil pero falsa, casi siempre como crítica. En el caso de Évole, más que un falso documental que queda para el debate es una especie de broma que se desenreda al final.
La conclusión a que nos lleva este asunto es que la historia puede ser manipulada, y de hecho se manipula, y más si es con ayuda de los medios audiovisuales, por lo que, como decían en mi pueblo, «cuando la radio, la prensa o la televisión te den una noticia, tú siempre divide por dos». Aplicar esta fórmula de desconfianza como norma general es ir demasiado lejos, pero en realidad no podemos asegurar fehacientemente innumerables hechos que se dan como ciertos y de los que hay fotografías, declaraciones de grandes personajes y filmaciones: Tenemos una versión de la muerte de Hitler que cada día está más en tela de juicio; en 1954 la CIA derrocó en Guatemala al presidente democrático Jacobo Arbenz simulando con falsas emisiones de radio una gran invasión que no existía, y todavía los más viejos del lugar creen que su país fue invadido por un gran ejército; Stalin mandó borrar de las fotos oficiales a sus enemigos políticos para que pareciera que nunca existieron; en la Guerra del Golfo nos mostraron un ave marina anegada en petróleo del Golfo Pérsico que en realidad correspondía a la marea negra de un petrolero en Alaska; ¿No era el NO-DO en gran medida un falso documental, pues falsearon hasta las imágenes de la final de la primera Eurocopa que ganó España a la URSS en Madrid en 1964? Y así cientos, miles de manipulaciones de mayor o menor calado que están sucediendo ahora mismo.
Por eso, cuando veo, leo o escucho informaciones sobre Siria, Cuba, Fukushima, Libia, Zaire, Etiopía, Palestina, Venezuela o Ucrania, sean del lado que sean, divido por dos, porque son tantas las manipulaciones que ya uno no sabe a quién creer. Por ello, lo de Jordi Évole es casi una inocentada a destiempo, y quién sabe si entre tanta mentira ficcionada no se ha colado alguna verdad. Suele pasar.
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