Un faro que no se apaga
Para los ingleses no hay duda; la fuente moderna de toda su literatura es Shakespeare y la correa de transmisión en la novela Charles Dickens. En nuestra lengua está muy reconocido que la novela moderna española tiene su punto de ignición en el barroco (El Lazarillo, El Buscón y por encima de todas El Quijote), se habla menos de cuál es el puente entre ese barroco que se alarga y la contemporaneidad de nuestra narrativa. Y eso cada vez es más evidente y tiene un nombre propio: Galdós.
La narrativa del siglo XIX tiene sus escarceos en Bécquer y especialmente en Larra, pero sigue pesando ese espíritu romántico que siempre vuelve a los orígenes y se convierte en una noria. Tiene que llegar Galdós para que todo se ponga patas arriba y desde un realismo incuestionable haga el retrato de una sociedad como la española, llena de vericuetos y legados que parecen extenderse hacia la eternidad. Las llamadas novelas contemporáneas de Galdós entran como estiletes en un tiempo muy convulso, que es herencia de siglos de inmovilismo en los que el peso de la Iglesia Católica es tan palmario que casi podríamos hablar de teocracia en sentido medieval. No olvidemos que Galdós es hijo de la revolución de 1868, «La Gloriosa», la misma que da lugar a un laboratorio de nuevas ideas y proyecciones alternativas tan importantes como La Institución Libre de Enseñanza, de la mano de Francisco Giner de los Ríos.
Inmediatamente se implantó una nueva manera de escribir, pero los contemporáneos de don Benito seguían cerrados a Europa, y aunque parecían adoptar las nuevas formas literarias, tenían fobia a Los Pirineos, lo cual no fue obstáculo para que se escribieran magníficas novelas, fueran realistas (La Regenta) o psicológicas, como las de Juan Valera. Todos, en fin supieron de Dostoievski, Balzac, Flaubert, Stendhal, Tolstoi y sobre todos el maestro Dickens, pero no se atrevieron a confrontar nuestro mundo con el europeo, sencillamente porque no tuvieron el espíritu viajero de Galdós. Don Benito, en cambio, abrió los ojos y ya en 1876, con 33 años, no dio su primera obra maestra, Doña Perfecta, y de ahí hacia arriba.
Pero si fundamentales fueron sus novelas contemporáneas, no menos importantes fueron sus Episodios Nacionales. Galdós siguió la línea de Tolstoi en Guerra y paz (1864), que leyó inmediatamente en una apresurada traducción inglesa hecha a toda prisa de la no menos meteórica traducción francesa. Es decir, Galdós leyó Guerra y Paz en segunda traducción, pero le fue suficiente para entender que contar la España del siglo XIX necesitaría mucho más que una sola novela, por extensa que esta fuese; necesitó 46. Así inició sus Episodios Nacionales, cuya primera serie empezó a ver la luz apenas ocho años después de que Tolstoi diese a la estampa su obra maestra.
A partir de entonces (década del 70 del siglo XIX), ya la literatura en español cambió totalmente, entró en la más rabiosa modernidad, y el eco galdosiano retumba hasta hoy en los dos lados del Atlántico, pues influyó en el teatro hasta el punto que abrió también esa puerta europea a las influencias de Ibsen, Strindberg o Chéjov, y herederos de todo eso serían autores como Lorca e incluso Valle-Inclán, él que tanto negaría a Galdós y es tributario claro en sus Luces de Bohemia de la novela galdosiana Misericordia, que luego también fue teatro, como algunas otras de Galdós.
Es indiscutible por lo tanto la influencia de Galdós en la literatura y aun en la sociedad del siglo XX en cualquier década. Seguir ese rastro sería motivo de varias tesis doctorales, pero se nota inmediatamente en los novelistas de 1900, tan dados sobre todo a la novela corta, con nombres tan importantes como el extremeño Felipe Trigo, autor de Jarrapellejos, o el lanzaroteño José Betancor Cabrera, que es tan galdosiano que hasta firma sus obras con el seudónimo de Angel Guerra, un personaje de Galdós. Pío Baroja tampoco escapa al influjo de don Benito.
Como diría Delibes, en él se alarga la sombra ciprés galdosiano, que alumbra también al exiliado Arturo Barea, al primer Cela, al Torrente Ballester de Javier Mariño y llega hasta a Agustín de Foxá, autor de la excelente novela Madrid, de corte a checa, escrita en el fragor de la guerra civil (1938) desde el bando franquista. Después de los coqueteos experimentalistas de algunos de los escritores de los años cincuenta y sesenta, Galdós vuelve a presentarse en buena parte de la narrativa de la democracia, y en los últimos años hasta puede decirse que su influencia se intensifica en autores como Muñoz Molina, Almudena Grandes, Javier Cercas o Arturo Pérez-Reverte. Ni siquiera autores del recorrido y la talla de Vargas Llosa pueden librarse de la sombra de Galdós cuando tienen que escribir una novela como La fiesta del Chivo, y es que hay cosas que tienen que ser contadas de la mano de don Benito. Se ha dicho que gracias a Galdós tenemos siglo XIX, yo diría que también nos ayuda a entender el XX y se proyecta hacia el XXI. Es lo que tienen los faros como Shakespeare, Cervantes, Dickens y Galdós, que alumbran siempre.
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(Este trabajo se publicó en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7 el miércoles día 12 de junio).