Se ha dicho siempre que Eros y el Thanatos son los motores de la vida, tal vez porque son dos conceptos que se basan en la incertidumbre, porque no dependen de nosotros y porque se saltan cualquier planificación previa. La literatura, como reflejo de la vida, también clava sus raíces en el amor y la muerte, entendiendo ambas ideas como el resumen de otras secundarias que finalmente confluyen en el pálpito humano: la soledad, el desamor, la esperanza, la desesperación… La muerte es un enigma que nunca tendrá solución en el mundo racional, y por ello es el combustible que hace arder las religiones, las artes adivinatorias y todo lo irracional. Nunca se está seguro de si es verdad o mentira, no se puede medir o palpar, es territorio para el pensamiento y era donde trilla la imaginación. El ser humano no ve más allá de lo que le muestran sus ojos, pero se resiste a pensar que su vida es equiparable a la de un tigre o una lechuga. Se habla de dimensiones abstractas, surgen profetas, chamanes y visionarios, que incluso pueden actuar desde la buena fe, pero que finalmente están sometidos a la duda. Como hablamos de lo intangible y no demostrable, tan vulnerable ante la ciencia es una echadora de cartas como el Romano Pontífice. Unamuno quería creer pero la razón le ponía trabas; Santa Teresa entraba en un territorio que era tan resbaladizo para los descreídos como para los fiscales del Santo Oficio; Tolstoi sufría por la salvación de los hombres dentro de una creencia religiosa. Los escritores que más han escarbado en el destino del hombre han sido precisamente aquellos que han puesto en cuarentena todas las prédicas y todos los credos.
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