Parece mentira que, cada cierto tiempo, haya que salir a defender la libertad de expresión. Hace unos años, cuando contaba a gente más joven algunas de las estupideces y barbaridades de la etapa franquista, solían asombrarse, porque no les cabía en la cabeza que fuese mal visto, o incluso perseguido, algo tan neutro como estar cuatro amigos hablando en la calle después de las 10 de la noche, pasear con la novia de la mano, cantar determinadas canciones o leer ciertos libros. No sé qué dirán ahora, porque estamos empezando a vivir una época oscura, mientras la jerarquía eclesiástica española parece recién salida del Concilio de Trento, como si hubiera viajado a través del tiempo con un billete que ha pagado Gallardón. Hoy Tarancón sería excomulgado. No es un buen espectáculo, pero háganse a la idea de que estoy desnudo, como reivindicación de mi albedrío, para impedir que acaben por dejarme en pelotas el cerebro. Y eso sí que no.
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