Cristiano Ronaldo y los pies de barro
Como en el sueño de Nabucodonosor (Daniel, II, 26-45), el hombre coronado de oro, que tiene el torso de plata, las caderas y los muslos de bronce y las pantorrillas de hierro, resulta que tiene los pies de hierro y barro. Tanta grandeza por arriba puede ser derruida simplemente con agua de lluvia que diluye el barro por los pies. Así es la fama efímera, y Cristiano Ronaldo, que viene de muy abajo, del barro, tendría que saberlo. Pero vive en su cabeza de oro y ya no recuerda de dónde proviene.
Su don es que juega bien al fútbol, y por ello le pagan más de un millón de euros cada mes, y factura otro tanto en derechos publicitarios. Es decir, un hombre que gana unos 25 millones de euros al año, libres de impuestos, que es glorificado por adulones mediáticos, que es el centro de muchas miradas, ahora dice que no se siente querido en el Real Madrid. Digo yo que querrá que le rindan culto como a un faraón contemporáneo, que besen el suelo por donde pisa, que lo adoren. Si él mismo se cree lo que ha dicho, se necesita ser o muy infantil o muy soberbio; si lo hace por estrategia, hace falta ser muy cínico. Sus palabras son un insulto en una sociedad que atraviesa una situación muy difícil. Si él no se siente querido, ¿como ha de sentirse un padre de familia en paro, una viuda con una pensión misérrima, un joven preparado que cuando encuentra trabajo cobra menos de mil euros? Cristiano cobra cada 17 minutos el salario mínimo interprofesional de un mes, y se permite decir lo que dice. Con sus palabras no solo ha ofendido a la buena gente que sigue al Real Madrid, también ha ofendido a toda la profesión futbolística, a las personas trabajadoras y en suma a la Humanidad. Si tuviese dos dedos de frente, pediría disculpas porque, encima, un deportista afamado como él debe servir de ejemplo social, porque es el espejo en el que se miran los niños que piden a los Reyes Magos una camiseta con el nombre de CR7. Y que no se olvide del barro que conforman sus pies; y si no que le pregunte a Mike Tyson, Jack Clark y tantos otros, a los que la lluvia de la soberbia les destruyó la fama, les liquidó el dinero y fulminó su poder mediático.