Esta Noche de San Juan, mágica donde las haya, se ha celebrado la 5ª edición de Senderos de la música y el arte, que realiza la Fundación Blas Sánchez de la villa de Ingenio. Este año el punto de encuentro ha sido la poesía de Federico García Lorca, y partiendo de ella y para este acto escribí el texto que ahora comparto:
«Aunque no tengo constancia científica, dicen que el metal tiene memoria, y es por eso que no es aconsejable prestar la pluma, porque el metal del plumín se acostumbra a la presión de su dueño y cuando alguien lo usa es como si le cambiaran esa memoria que tienen grabada en sus moléculas. El metal se confunde y aquella pluma nunca vuelve a escribir como antes. La poesía es como el metal, graba en el sonido de los versos una manera de entender las cosas, y es distinta según quien la escuche. Por eso la poesía original nació para ser cantada, o al menos recitada.
Federico García Lorca es la poesía polivalente de millones de personas. Es la venganza en Muerte de Antoñito el Camborio, los celos en Bodas de Sangre, la represión en La Casa de Bernarda Alba, la soledad en Doña Rosita y la alegría en sus cantares, que extrajo de lo popular junto a su amigo el maestro don Manuel de Falla. Pero Lorca es sobre todo la muerte en todas sus formas, que en lugar de roja en él se vuelve verde, que te quiero verde.
Lo es para muchos, y lo es para mí desde que una lejana tarde del tránsito entre mi infancia y mi adolescencia, un joven veinteañero abrió un libro de tapas negras y comenzó a leer Llanto por la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejía. Sabía recitar aquel joven, o al menos a mí me lo parecía, porque transmitía el dolor inmenso del poeta por la muerte de su amigo, la misma que años después plasmaría Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé. Y se me quedó grabada su voz cuando decía:
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.
Esos versos, que el poeta escribió destinados a su amigo Sánchez Mejía, parecen también escritos para sí mismo, porque la muerte es en Lorca un designio. Ahora que andan por el Barranco de Víznar, hurgando en busca de su cuerpo asesinado, el poeta me sirve de puente para rememorar también a Ignacio Sánchez Mejías, un hombre fundamental en la poesía del siglo XX, no como poeta pero sí como desencadenante. Es conocido sobre todo porque Lorca le dedicó su extraordinaria elegía, pero fue mucho más que un torero. Sánchez Mejías era un hombre polifacético: actor, jugador de polo, pionero de la aviación, autor de teatro, admirador entusiasta de la literatura y hasta presidente del Betis. Fue él quien tuvo la iniciativa y puso el dinero para reunir en Sevilla en 1927 a los poetas jóvenes que conmemoraban el 300 aniversario de Góngora, y por eso se llamó Generación del 27. Su mecenazgo resultó determinante. También fue torero, por supuesto. Según los especialistas, si bien fue un hombre de mucha sensibilidad para las artes, como torero no era un artista, sino un osado y temerario matador de toros que jugaba a cara o cruz cada tarde con la muerte. Era difícil entonces destacar como artista del toreo porque estaban en activo dos de los más grandes de la historia: Juan Belmonte y Joselito «El Gallo», que también era su cuñado y maestro. Pero la muerte no entiende de arte y se los llevó a los dos en una plaza de toros, a Sánchez Mejías en 1934, en Manzanares, y a Joselito mucho antes, en 1920, con 25 años, en la plaza de Talavera de la Reina, donde ambos lidiaban un mano a mano. La muerte rondaba en esta letanía de toreros y poetas, inexorable como en una tragedia griega, en Talavera, en Manzanares, en Víznar.
Una de las fotografías más terribles de la historia del periodismo, de los toros y de la poesía es la que hizo José Demaría Vázquez «Campúa» en la enfermería de la plaza de Talavera. Joselito yace muerto y Sánchez Mejía lo vela con el dolor reflejado en la faz. Es la memoria del metal, una foto que en la que la muerte anda de tertulia y parece un anuncio de la muerte de Sánchez Mejía y a su vez de Lorca, como una escalera tremenda, roja de sangre, verde de Lorca, vida y muerte, pasión y poesía.
Es memoria de unos hombres que coqueteaban con la poesía y con la muerte y que forman parte de la columna vertebral de la cultura española del siglo XX. Aborrezco la tortura de los toros, pero me pregunto qué tiene la tauromaquia que a menudo está tan cerca de la poesía. Acaso otra vez Eros y Tánathos. Ya sabemos cuánto le debemos a Lorca, pero también es bueno que los que amamos la literatura sepamos lo que le debemos a Ignacio Sánchez Mejías. En realidad, se lo debemos a la poesía, y poeta y torero, e incluso los nauseabundos asesinos que cornearon a Lorca con el toro del odio y la intolerancia en el Barranco de Víznar componen una tragedia de la que los españoles deberíamos aprender, y no sé si esa lección sigue formando parte de nuestras asignaturas pendientes. Es la España partida en dos de Machado, pero también la España camisa blanca de mi esperanza en los versos de Blas de Otero.
El mayor homenaje que puede hacerse a un poeta es leer su poesía, pero con Lorca quedaría siempre otro mayor: dejar atrás esa España vengativa, celosa, intolerante y dividida que le quitó la vida y que aun sigue respirando en la oscuridad como una bestia agazapada, verde de muerte lorquiana, maldita sea.