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Se ha ido Galiardo, el excesivo

Conocimos a Juan Luis Galiardo como un clisé, el del galán que las enamora, con una cierta carga machista y donjuanesca. Esa fue su imagen durante años seguramente por haber participado en algunas de aquellas infumables películas de los años 60 y principios de los 70. Pero si nos fijamos bien, no fueron tantas de esta factura carpetovetónica, en comparación con las que hicieron Sacristán, López Vázquez o Landa, y hasta Tony Leblanc, que ahora son alabados y respetados vivos o muertos. Galiardo aparecía en películas muy estimables, y algunas muy importantes, haciendo siempre papeles de tipo odioso (lo vimos de cacique en la canaria Guarapo), y seguramente esta imagen suya tuvo que ver con estos personajes que la gente identificaba con él. Pero llegó un momento en que nos dimos cuenta de estábamos ante un gran actor, esos que llenan la pantalla con su sola presencia, y lo redescubrimos en series de televisión como Turno de oficio, a pesar de que llevaba a sus espaldas muchos Estudio 1, con grandes directores como el también desaparecido estos días Gustavo Pérez Puig.
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(Juan Luis Galiardo, Luis Suárez y Chela actuaron en Guarapo, película de 1989 considerada el primer largometraje comercial canario. Desgraciadamente los tres han fallecido, y esta foto quiere ser un recuerdo para ellos)
Luego hizo brillantes papeles, siempre excesivo, como un Nicholson español, pero de verdad, sin sobreactuaciones. El era así, abrumador, tremendo, un actor que seguramente habría sido capaz de mantener en vilo a un auditorio solo con contarles sus peripecias del día anterior, inventadas la mayor parte de las veces. Y hubo una última etapa de su vida en la que volvió con más frecuencia a sus principios, el teatro. Y ahí sí que su figura se volvía épica, como un Gassman imparable, bordando personajes terribles del teatro clásico: Edipo, El Avaro, El Rey Lear y los personajes esperpénticos de Valle-Inclán. Como persona era un erudito de la vida, la calle, la noche, el fracaso y la redención: un filósofo sin sistema, pero un filósofo. Tenía esa magia que enganchaba nada más verlo, porque era un personaje que, al contrario de los de Pirandello, no necesitaba autor, era en sí mismo función teatral improvisada y genial. De esos solo estaba él, y se ha ido. Una lástima.

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El calor como disculpa

Cada vez que anuncian una ola de calor me acuerdo del señor Meursault, el protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus. La leí por primera vez en El Sahara, un día en que hacía una guardia de polvorín, donde las horas se hacían eternas, y el calor era terrible. La novela es corta, y cuenta la historia de un hombre al que todo le era indiferente, no le afectaba ni siquiera la muerte de su madre. zcalor[1].jpgEntre sus muchas indiferencias, un día disparó a un hombre en una ardiente playa argelina, y lo hizo varias veces, hasta asegurarse de que estaba muerto. No sabía quién era la víctima, ni había razones para que él le disparase. No se defendió en el juicio, su único argumento es que hacía mucho calor. Camus, como gran novelista que es, plasma el agobio sofocante del calor en la escena, aunque cuando la leí no hacía falta mucho para sentir que el aire me quemaba en la cara. Muchas veces me he preguntado si esa sensación de calor insoportable que salía de las páginas de El extranjero habría sido tan real si hubiese leído la novela por primera vez durante un día de invierno crudo en Tejeda. Ahora no es posible experimentarlo porque en mi mente esta novela está relacionada con el calor, y no sé si es por la prosa de Camus o por los 45 grados que había cuando la leí por primera vez. Muchas veces he visto relacionar el calor sofocante con la tendencia al crimen; no es el caso, Meursault aludió al calor, pero disparó contra aquel hombre porque todo le era indiferente, incluso el calor. Raskolnikof, el personaje de El crimen y el castigo, mató a hachazos a su vecina un gélido y nevado día de invierno ruso. Nada que ver el instinto destructivo con la temperatura.

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Lorca en la Noche de San Juan

Esta Noche de San Juan, mágica donde las haya, se ha celebrado la 5ª edición de Senderos de la música y el arte, que realiza la Fundación Blas Sánchez de la villa de Ingenio. Este año el punto de encuentro ha sido la poesía de Federico García Lorca, y partiendo de ella y para este acto escribí el texto que ahora comparto:
«Aunque no tengo constancia científica, dicen que el metal tiene memoria, y es por eso que no es aconsejable prestar la pluma, porque el metal del plumín se acostumbra a la presión de su dueño y cuando alguien lo usa es como si le cambiaran esa memoria que tienen grabada en sus moléculas. El metal se confunde y aquella pluma nunca vuelve a escribir como antes. La poesía es como el metal, graba en el sonido de los versos una manera de entender las cosas, y es distinta según quien la escuche. Por eso la poesía original nació para ser cantada, o al menos recitada.
zfederico_garcia_lorca_02[1].jpgFederico García Lorca es la poesía polivalente de millones de personas. Es la venganza en Muerte de Antoñito el Camborio, los celos en Bodas de Sangre, la represión en La Casa de Bernarda Alba, la soledad en Doña Rosita y la alegría en sus cantares, que extrajo de lo popular junto a su amigo el maestro don Manuel de Falla. Pero Lorca es sobre todo la muerte en todas sus formas, que en lugar de roja en él se vuelve verde, que te quiero verde.
Lo es para muchos, y lo es para mí desde que una lejana tarde del tránsito entre mi infancia y mi adolescencia, un joven veinteañero abrió un libro de tapas negras y comenzó a leer Llanto por la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejía. Sabía recitar aquel joven, o al menos a mí me lo parecía, porque transmitía el dolor inmenso del poeta por la muerte de su amigo, la misma que años después plasmaría Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé. Y se me quedó grabada su voz cuando decía:

Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


Esos versos, que el poeta escribió destinados a su amigo Sánchez Mejía, parecen también escritos para sí mismo, porque la muerte es en Lorca un designio. Ahora que andan por el Barranco de Víznar, hurgando en busca de su cuerpo asesinado, el poeta me sirve de puente para rememorar también a Ignacio Sánchez Mejías, un hombre fundamental en la poesía del siglo XX, no como poeta pero sí como desencadenante. Es conocido sobre todo porque Lorca le dedicó su extraordinaria elegía, pero fue mucho más que un torero. Sánchez Mejías era un hombre polifacético: actor, jugador de polo, pionero de la aviación, autor de teatro, admirador entusiasta de la literatura y hasta presidente del Betis. Fue él quien tuvo la iniciativa y puso el dinero para reunir en Sevilla en 1927 a los poetas jóvenes que conmemoraban el 300 aniversario de Góngora, y por eso se llamó Generación del 27. Su mecenazgo resultó determinante. También fue torero, por supuesto. Según los especialistas, si bien fue un hombre de mucha sensibilidad para las artes, como torero no era un artista, sino un osado y temerario matador de toros que jugaba a cara o cruz cada tarde con la muerte. Era difícil entonces destacar como artista del toreo porque estaban en activo dos de los más grandes de la historia: Juan Belmonte y Joselito «El Gallo», que también era su cuñado y maestro. Pero la muerte no entiende de arte y se los llevó a los dos en una plaza de toros, a Sánchez Mejías en 1934, en Manzanares, y a Joselito mucho antes, en 1920, con 25 años, en la plaza de Talavera de la Reina, donde ambos lidiaban un mano a mano. La muerte rondaba en esta letanía de toreros y poetas, inexorable como en una tragedia griega, en Talavera, en Manzanares, en Víznar.
Jose Demaría Vázquez (Campúa].jpgUna de las fotografías más terribles de la historia del periodismo, de los toros y de la poesía es la que hizo José Demaría Vázquez «Campúa» en la enfermería de la plaza de Talavera. Joselito yace muerto y Sánchez Mejía lo vela con el dolor reflejado en la faz. Es la memoria del metal, una foto que en la que la muerte anda de tertulia y parece un anuncio de la muerte de Sánchez Mejía y a su vez de Lorca, como una escalera tremenda, roja de sangre, verde de Lorca, vida y muerte, pasión y poesía.
Es memoria de unos hombres que coqueteaban con la poesía y con la muerte y que forman parte de la columna vertebral de la cultura española del siglo XX. Aborrezco la tortura de los toros, pero me pregunto qué tiene la tauromaquia que a menudo está tan cerca de la poesía. Acaso otra vez Eros y Tánathos. Ya sabemos cuánto le debemos a Lorca, pero también es bueno que los que amamos la literatura sepamos lo que le debemos a Ignacio Sánchez Mejías. En realidad, se lo debemos a la poesía, y poeta y torero, e incluso los nauseabundos asesinos que cornearon a Lorca con el toro del odio y la intolerancia en el Barranco de Víznar componen una tragedia de la que los españoles deberíamos aprender, y no sé si esa lección sigue formando parte de nuestras asignaturas pendientes. Es la España partida en dos de Machado, pero también la España camisa blanca de mi esperanza en los versos de Blas de Otero.
El mayor homenaje que puede hacerse a un poeta es leer su poesía, pero con Lorca quedaría siempre otro mayor: dejar atrás esa España vengativa, celosa, intolerante y dividida que le quitó la vida y que aun sigue respirando en la oscuridad como una bestia agazapada, verde de muerte lorquiana, maldita sea.