Cada vez que anuncian una ola de calor me acuerdo del señor Meursault, el protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus. La leí por primera vez en El Sahara, un día en que hacía una guardia de polvorín, donde las horas se hacían eternas, y el calor era terrible. La novela es corta, y cuenta la historia de un hombre al que todo le era indiferente, no le afectaba ni siquiera la muerte de su madre. Entre sus muchas indiferencias, un día disparó a un hombre en una ardiente playa argelina, y lo hizo varias veces, hasta asegurarse de que estaba muerto. No sabía quién era la víctima, ni había razones para que él le disparase. No se defendió en el juicio, su único argumento es que hacía mucho calor. Camus, como gran novelista que es, plasma el agobio sofocante del calor en la escena, aunque cuando la leí no hacía falta mucho para sentir que el aire me quemaba en la cara. Muchas veces me he preguntado si esa sensación de calor insoportable que salía de las páginas de El extranjero habría sido tan real si hubiese leído la novela por primera vez durante un día de invierno crudo en Tejeda. Ahora no es posible experimentarlo porque en mi mente esta novela está relacionada con el calor, y no sé si es por la prosa de Camus o por los 45 grados que había cuando la leí por primera vez. Muchas veces he visto relacionar el calor sofocante con la tendencia al crimen; no es el caso, Meursault aludió al calor, pero disparó contra aquel hombre porque todo le era indiferente, incluso el calor. Raskolnikof, el personaje de El crimen y el castigo, mató a hachazos a su vecina un gélido y nevado día de invierno ruso. Nada que ver el instinto destructivo con la temperatura.
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