Como en las tragedias griegas, el destino parece escrito para muchas
personas, y nada lo alterará para bien o para mal. Este es un relato de
ficción que aparece en mi libro Crónicas del Salitre y tiene al destino de
cada persona como elemento clave.
EL TITÁNIC Y EL VALBANERA
A Sir Thomas Pilcher lo llamaban inmortal porque había participado en las mil guerras coloniales del Imperio Británico y nunca recibió el menor rasguño. Cuando se retiró de la milicia, se dedicó al negocio de las navieras, y como vicepresidente de la White Star Line fue el más entusiasta impulsor en la construcción de un trasatlántico inmenso e inexpugnable, que por ello debía llevar el nombre de Titánic. En representación de la compañía, formó parte del pasaje del primer viaje del coloso, que se interrumpiría la noche entre el 14 y el 15 de abril de 1912, cuando un iceberg hundió aquella nave insumergible al sur de Terranova. Mil quinientas personas, sesenta mil toneladas de lujo y toda la vanidad de los astilleros dublineses irían al fondo del mar entre cánticos religiosos de los pasajeros. Tanta era la seguridad que se pregonaba, que ni siquiera había salvavidas para la mayor parte de los viajeros.
Sir Thomas volvió a hacer honor a su fama de inmortal. Cuando el Titánic se fue a pique, él, caballero con honor donde los hubiera, estuvo dispuesto a hundirse con él, pero en el último momento fue obligado a subir a una de las barcazas salvavidas. Después de la tragedia y del desdoro que significó para la compañía el desastre del Titánic, Sir Thomas decidió retirarse a la isla de Gran Canaria, a donde llegó en vísperas de la guerra de 1914. Y fue en los ambientes portuarios y financieros de Las Palmas donde trabó amistad con Rafael Romero, el poeta que firmaba de mil maneras en los periódicos locales. Algunas veces, el poeta y el viejo Sir pasaban juntos por el bar de Toribio, en la calle La pelota, pero donde más paraba el inglés era en el bar Polo del puentepalo, porque le gustaba el ambiente aliadófilo de los que allí discutían sobre los avatares de la nueva guerra en la que ya la edad impedía participar a Sir Thomas.
El hambre y la curiosidad se aliaron durante la segunda década de este siglo orlado con salitrosa brisa oceánica. Los canarios se iban a Cubita la Bella, por ver si de esa forma salían de pobres; los que no lo conseguían, regresaban con el rabo entre piernas, pero con el aura aventurera de haber tentado a la fortuna, y un baúl lleno de historias que difícilmente pudieron haberle sucedido a la misma persona.
-Se ve que el sol de Cuba pone alas a la imaginación de los indianos -diría en el bar de Toribio años más tarde Juan Rodríguez Doreste, un hombre locuaz que a la postre se convertiría en un indiano sin emigración.
-Lo que pasa es que al volver de Cuba los indianos se vuelven mentirosos -sentenció entonces César Ayala.
-No sea usted lerdo, César -aconsejaba Don Juan-, la mentira y la fantasía son cosas muy distintas, la una muy rastrera, la otra muy noble.
-Pues para mí, el que no dice las cosas como son es un mentiroso.
Don Juan debió dejar a Toribio por imposible, porque el dueño del bar de la calle La pelota había escuchado demasiadas historias de indianos, y entre tanta aventura no acertaba a diferenciar dónde empezaba la fantasía, por qué ruta seguía la mentira y en qué lugar acababa la estupidez.
Sir Thomas no faltaba nunca a las escalas del Valbanera en el puerto de La Luz. El paquebote de la naviera Pinillos solía hacer trazados excesivos para su envergadura, pues desplazaba sólo doce mil toneladas y hacía recorridos tremendos, desde Barcelona y Cádiz, al Caribe o al Río de La Plata, pasando siempre por las Islas Canarias.
-Yo no me fiaría de un barco escocés, allí sólo saben hacer barriles para guardar malta -solía comentar Sir Thomas, que tenía a los irlandeses por los mejores fabricantes de barcos del mundo, y el Valbanera había sido construido en Glasgow.
-Tampoco en Irlanda son infalibles -dijo el joven César Ayala, que ignoraba el pasado naviero de Sir Thomas, y si no, fíjese en lo del Titánic.
-Eso es una puñalada, amigo César -intrervino el poeta Rafael Romero, traduciendo el refunfuño del británico.
En el viaje del verano de 1919, embarcó para La Habana Rogelio Palmés, un viejo amigo de Toribio, muy conocido por su afición a la parranda y su tendencia más que sobrada a la melaza refinada de Telde. El barco zarpó de Las Palmas el 18 de agosto, y debía llegar a La Habana a mediados de septiembre, después de tocar puerto en Santa Cruz de La Palma, San Juan de Puerto Rico y Santiago de Cuba.
El billete de Rogelio Palmés le daba derecho a llegar en el barco hasta el mismísimo malecón habanero. Más de mil personas se hacinaban en un barco de 121 metros, la tercera parte de largo del Titánic y un quinto del tonelaje de aquel. El Valbanera llegó por fin a Santiago de Cuba, donde al parecer solía hacer largas escalas de hasta una semana. Palmés bajó del barco, se encontró a un amigo y se metió en copas. No debió calcular bien los días y las horas, de modo que, cuando llegó al puerto de Santiago para embarcar hacia la otra punta de la isla donde estaba La Habana, el Valbanera había zarpado.
En el transcurso de la travesía entre Santiago y la capital cubana, se levantó un ciclón. El Valbanera se hundió frente al puerto habanero, pero la imaginación indiana dice que el ciclón levantó en peso al paquebote y que desde el malecón se le vio salir volando hacia Florida. También dicen que algunos trozos del barco fueron encontrados en Cayo Ciego, muy lejos del lugar del desastre. Lo cierto es que la marina norteamericana afirma que los restos están hundidos en el Bajo de la Media Luna, lo que deja en imaginación la historia del vuelo del navío. Incluso, parece que el comandante de un barco de guerra americano vio el naufragio hacia las once de la noche del 9 de septiembre. Las Islas Canarias se conmovieron con el suceso. Se dijo que murieron mil canarios, aunque la naviera aseguró que sólo eran cuatrocientos. En cualquier caso, muchos que llevaban billete hasta La Habana se salvaron porque no subieron al barco después de la escala en Santiago. Sir Thomas no creía en la casualidad y estaba seguro de que un huracán de aquellas características debía de haber sido anunciado, y por eso los más prudentes prefirieron quedarse en tierra firme.
-Y si había un ciclón, ¿cómo es que estaba por allí un barco de guerra americano? -se preguntaba Toribio.
Al cabo de los años, Rogelio Palmés regresó a Las Palmas con lo puesto. La fortuna no quiso cuentas con él, y a duras penas logró el dinero para el billete de vuelta. Una vez en su isla natal, se dedicó más a las copas que al trabajo, y su mujer estaba amargada.
-Rogelio, que el ron te va a matar le decía.
-Un vez me salvó una borrachera, de ley sería que una borrachera me matara.
Pero con Rogelio Palmés nació otra leyenda sobre los inmortales. Se cayó docenas de veces en los callejones de El Risco, unos marineros portugueses le dieron una cuchillada durante una riña cerca de la calle de La Marina, fue atropellado, desriscado y pateado hasta el infinito, y la muerte se vio impotente para hacerse con él.
Sir Thomas Pilcher, superviviente del Titánic, murió, ya muy viejo, en el Londres del que había desertado, durante un verano en que decidió acudir a Inglaterra para vender el resto de sus pertenencias. Cuando esperaba el tren en la estación Victoria se desvaneció y cayó fulminado. Allí lo dejaron creyendo que era un vagabundo borracho, y cuando se dieron cuenta de que estaba muerto y de quien era, los diarios dijeron que había fallecido en su cama de un ataque al corazón.
Rogelio Palmés, salvado por el ron cubano de una muerte segura en el Valbanera, murió a los setenta años. Borracho, como era su estado natural, se cayó junto a unos sacos de afrecho en un almacén de la zona portuaria. Las ratas habían abierto un agujero en uno de los sacos. El afrecho empezó a caer sobre el rostro de Palmés y le ocasionó la muerte por asfixia. Rogelio Palmés y Sir Thomas Pilcher, supervivientes de cien lances mortales y aliados con la vida en las catástrofes del Titánic y el Valbanera, murieron de la forma más absurda.
-Es que no podía ser de otra manera -comentaba Toribio cuando lo recordaba.