Al Ilustrísimo señor obispo de Alcalá
La pasada Semana Santa se cubrió usted de gloria cuando arremetió contra la homosexualidad, dando de ella una imagen sórdida y delincuencial (club de hombres nocturnos). Es usted muy dueño, es su homilía y su ideología. No contento con aquello, ahora vuelve a las andadas y remacha en una revista digital una serie de argumentos que solo demuestran que es usted un hombre muy leído, porque utiliza un vocabulario con el que no creo que comunique mucho (intrínsecamente, inocua, deconstruir, concupiscencia, somático…) Demuestra que con vocabulario tan escogido también se puede rozar la ignorancia que deviene (yo también tengo diccionario) en fanatismo. La verdad es que quería oponer argumentos a los suyos pero es que no sé por dónde empezar. En realidad lo mío es una enmienda a la totalidad, porque dice usted cada cosa que la caridad cristiana me empuja a perdonarle la respuesta. Digo yo que, una tarde de estas, los obispos españoles deberían reunirse a tomar un chocolate con pastas y a releer el Evangelio. Les recomiendo el de San Marcos, porque es el que para mi gusto más se acerca a las pasiones humanas. Dirá que es una osadía por mi pate recomendar lecturas evangélicas al episcopado, cuando se supone que ese es su terreno; sin duda eso es evidente, pero no dejo de pensar que si en verdad los obispos leyeran los Evangelios no dirían las tonterías que dicen. También le diré que tiene escasa comprensión lectora porque ha leído La teoría queer en la que no se dice lo que usted le atribuye. Ni siquiera voy a entrar en el debate sobre si la homosexualidad es cultural, biológica o interplanetaria, en cualquier caso cada ser humano debe ser libre para desarrollar su sexualidad como mejor le plazca. Y una vez alguien se siente de una manera, vivirá así porque es su derecho, aunque no me imagino a un señor o una señora decidiendo racionalmente si en adelante sus relaciones van a ser con fornidos leñadores o con esbeltas bailarinas, porque en realidad no es una opción, es una manera de ser, y miente quien diga que se puede tratar, porque entre otras cosas no es una enfermedad (lo dice la OMS, que de eso debe saber algo). Se apoya usted en las Escrituras, y si bien es cierta su cita en la que San Pablo condena a los sodomitas (a las lesbianas ni las nombra, las mujeres para él no cuentan), no hay en los cuatro Evangelios canónicos ni una sola mención sobre el asunto puesta en boca de Jesucristo. Epístolas, encíclicas y pastorales todas las que quiera, la prueba es usted. No estaría de más aplicarse lo de la mota en el ojo ajeno y la viga en el propio. Y nada más, quedo a la disposición de su Ilustrísima, pero si quiere hablar conmigo antes relea con atención los Evangelios. A mejor le ayudan a salir de su obcecación, como usted cree tanto en las terapias…
Yo no sé si el novelista José Luis Correa sueña sus historias en abril o noviembre, si se las dictan las sirenas que dejan rastro o se le aparece Nuestra señora de La Luna. Lo cierto es que sus relatos tienen esa magia que seguramente ni siquiera su autor sabe en qué consiste, porque es un don. Se ha hablado mucho del don poético, y a ese caballo se han montado no pocos poetas, que en cierto modo se sienten por encima de cualquier cultivador de otro género literario. Los ensayistas también se han adjudicado para sí la máxima catagoría literaria, y recuerdo la firmeza con que el profesor Rumeu de Armas defendía que por encima del ensayo no hay nada. Y los filósofos, y los dramaturgos y hasta algunos periodistas deportivos. Por lo visto, para hacer cada una de esas cosas hay que tener un don, como el que tenía la madre del doctor Zhivago para tocar la balalaika, pero en su consideración novelista puede ser cualquiera. Y resulta que no, que la capacidad de contar también es un don artístico, que no es frecuente y que ni siquiera todos los que se dicen novelistas poseen. Porque hay que distinguir entre prosa, narración y novela, y resulta que es una escalera en la que el tercer escalón contiene a los otros dos, y así en disminución. Novelista es quien tiene el poder de fundar mundos, crear otras realidades, hacer que vivan otras entidades, y José Luis Correa lo es con todas las de la ley, porque sus novelas, que algunos despachan como una serie protagonizada por el detective Ricardo Blanco (tiene otras, aviso) son mundos autónomos en sí mismos, espacios con vida porque el autor no devora a sus personajes, sino que se esconde para que ellos vivan. Eso es un novelista; por eso recomiendo la lectura de cualquier obra de Correa, y para animar la fiesta lo mejor es que se interesen por la más reciente: Nuestra Señora de La Luna.