La crisis… ¿Qué crisis?
Primero nos hablaron de la crisis de las hipotecas, luego de la de la deuda y ahora nos hablan de la del euro. Es decir, ni siquiera sabemos en qué crisis estamos. La cosa es cojonuda, como el derribo de un castillo de naipes, y a la vez un dejá vu, porque nos parece que esto ha sucedido antes. La cosa empieza en Estados Unidos, que se agazapa y espera, se traspasa a Europa y Alemania toma el mando, como siempre que hay problemas (¿por qué será?) Merkel trata de ponerse de acuerdo con Sarkozy, como si fuera tan fácil romper la inercia histórica de enemistad germano-francesa.
Y, claro, el Banco Central Europeo colgado de un guindo, porque no se atreve a hacer lo que tiene que hacer (ya lo ha hecho el Tesoro norteamericano) porque eso no le conviene a Alemania, que parece jugar al «muera Sansón con todos los filisteos». Pero, tranquilos, Obama nos anima desde la otra orilla, y tal vez acuda al rescate de Europa como ocurrió en las dos guerras mundiales del siglo XX. Eso significa que su influencia será más y más agobiante. Lo malo es que esto no es provocar una tormenta en una bañera para filmar la batalla naval de Ben-Hur, y no estoy muy seguro de que tanta mediocridad gobernante sepa cómo detener la máquina que ellos mismos han puesto en marcha. Y ahora resulta que los especialistas dicen que ni Italia ni España son culpables de sus males, sino el tsunami financiero que Alemania ha provocado. Pero no se preocupen, sigamos haciendo cábalas sobre si el Barça es capaz o no de alcanzar al Madrid; es entretenido y lo otro ya no está en nuestras manos. Nunca lo ha estado.
Los medios de comunicación de Occidente saludaron con gozo las manifestaciones de Túnez y Egipto. Se decía que era el despertar de la democracia de la mano de las redes sociales de Internet, pero lo que no entendieron -o no quisieron entender- que la democracia es mucho más que un formalismo, y que la cultura secular de los pueblos y los errores cometidos va trazando el camino de su futuro. La mayor parte de los problemas de los países africano provienen de una descolonización mala, en la que las metrópolis imponían sus gobiernos títeres que generalmente desembocaban en dictaduras. Luego se cambia una dictadura por otra, y los intereses económicos siguen dirigidos desde Londres, París, Bruselas, Washington, Roma o Berlin. Aprovechando el movimiento, las potencias tradicionales pensaron que podrían imponer una democracia con careta europea, pero son muchos siglos de maneras distintas de vivir y de pensar. Libia acabó en guerra civil, y ahora las fuerzas centrífugas de su historia tribal no van a poner las cosas fáciles a los propósitos que acarició Sarkozy al ordenar precipitadamente bombardear Trípolí cuando aún no se había secado la tinta del acuerdo forzado en la ONU. Colonizaron mal, descolonizaron peor y ahora quieren pintar Africa de un color europeo. Pero el óxido de tanto desatino sigue buscando la superficie.