Hoy, todos los caminos grancanarios tienen su meta en Teror, porque La Virgen del Pino es más que un referente para Gran Canaria; es pieza central de una tradición mariana en la que durante cinco siglos han depositado sus esperanzas y anhelos todas las generaciones de grancanarios. Forma parte de nuestra historia más allá de lo religioso, aun siendo este factor un eje primordial en toda su evolución histórica, y lo que es más importante, en la tradición. Teror es parte fundamental del culto mariano a la Virgen del Pino, vértice de devoción del Archipiélago Canario.
Puede resultar extraño que apenas haya referencias tempranas sobre la aparición de la Virgen del Pino, acaecida en 1481, salvo noticias de la incorporación de su parroquia a la catedral, en 1514, por parte del obispo don Fernando Vázquez de Arce. Y mayor extrañeza causa, cuando sí hay prolijos relatos sobre las otras advocaciones de la Virgen en las Islas Canarias, como la de La Peña, en Fuerteventura, La Candelaria, en Tenerife o la de Las Nieves en La Palma. Pudiera explicarse la escasez inmediata de documentos por el saqueo y posterior incendio que las huestes del pirata holandés Pieter Van Der Doez perpetraron tanto en la iglesia de Teror como en la catedral de Las Palmas y en los archivos históricos. Más de dos siglos después es cuando empieza a haber datos, remitiéndose a noticias recibidas por los cronistas, puesto que, pasado tanto tiempo, ninguno de ellos (salvo Pedro Agustín del Castillo Ruiz de Vergara) tuvo presencia en la aparición de la Virgen y en el nacimiento del culto que desde entonces se le dio.
Un comentario en “El Pino: La fiesta (y 2)”
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Además de su versión religiosa, que aparte de ser la original debería ser la mayor, aunque yo esto lo pongo en duda, la Virgen del Pino contiene la faceta de confrontarnos con nuestras historias particulares y colectivas de grancanarios. Es nuestro símbolo, por encima, desde luego, de inútiles pasiones que sólo nos llevan a actitudes violentas, xenófobas, excluyentes, disipadoras, abyectas.
Todos tenemos algo que nos une y a la vez nos conduce a nuestro interior más privado, y lo resumimos en Ella. Por supuesto que nos hiere lo ostentoso, nos repugna lo anacrónico, no comprendemos la persistencia en estos tiempos de actitudes obscenas a la gran necesidad general de austeridad, de control, de respeto. Es imposible entender ese protocolo ideado por A. Socorro para tiempos de espada y altar, ver a un ateo presidir una misa, a un independentista representar al rey de España, a tanto mamón de izquierda revuelto entre tules y sedas, ropas caras, joyas y accesos restringidos para ellos, sueldazos impresentables a la vista de gente honrada.
Pero también puede ser espejo de mi historia. Allí estaba yo, desde 1968 con tres añitos, de la mano de mi padre, caminando desde la casa de mis abuelos en Lo Blanco, oliendo el millo a punto de la siega, oyendo los cantos de pintos y linaceros, de canarios y capirotes, en la umbría de las laderas, cuando apuntaba la mañana. Allí estaba mi botella de “Nik” naranja, la ilusión de mi juguete, el sabor del turrón, el calor, el conocido, la alegría sana, el bullicio…
Por allí siguió discurriendo mi historia, mis avances y retrocesos, mis aciertos y mis errores, mis ilusiones y frustraciones. Eso es el Pino. Incluso hoy, cuando mis hijas ya mayores me han sustituido por un un programa de ordenador, por otras compañías, la mía es prescindible y se niegan a continuar la alegría que un día tuvo mi padre conmigo. Eso es lo que procuro ahora mirar en la Virgen: ¿Habrá valido la pena sobrevivir un año más?