En las viejas películas y en las novela-río que cuentan décadas de una larga familia, como Guerra y Paz, se seguían los frentes de batalla como si fuera un juego de mesa. En las tranquilas capitales alejadas de los frentes, o en las naciones neutrales, se marcaban las posiciones en mapas con banderitas o con alfileres de cabeza coloreada, que se oxidaron de inmovilidad en la Gran Guerra, quieta durante años en el frente de Verdún, y que no daban abasto a los cambios en la II Guerra Mundial, sobre todo al principio, cuando la Blitzkrieg (guerra relámpago) alemana modificaba en cada edición de los diarios su frente de ayer. Los más pudientes incluso tenían maquetas del terreno y soldaditos que simbolizaban tropas, como un sangriento portal de Belén. Durante la guerra de 1914, en el legendario Bar Polo del Puentepalo de Las Palmas, aliadófilos y germanófilos recreaban los movimientos de tropas con tazas, vasos, palillos y cucharillas. Las cosas cambiaron desde que entraron en liza las nuevas armas (y ahora más con el salto dado por las tecnologías de la comunicación), y se bombardea una ciudad alejada de la costa desde un submarino a muchas millas mar adentro. Ya no se sabe dónde está el frente, y las banderitas y los alfileres no sirven para indicar quien va ganando. Por eso incita a cierta nostalgia de viejas hazañas bélicas los gráficos que salen en los medios tratando de plasmar lo que ocurre en Libia. Los miras una y otra vez y te das cuenta de que no reflejan lo que pasa, porque no hay color posible para los alfileres que han de señalar arma teledirigida vía satélite que puede cambiarlo todo desde un lugar que ni siquiera figura en el mapa. Ya ni la guerra es lo que era, pero sigue siendo la mayor estupidez que comete el ser humano sobre este martirizado planeta.
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