Presumo de no ser alarmista ni de crear discursos incendiarios. Sin embargo, decir hoy que España está en Estado de Emergencia no es ser alarmista, es proceder como notario de la realidad. Y esa emergencia pudiera justificarse por las malas perspectivas económicas, con millones de personas sin trabajo y una economía con plomo en lo pies. Unos dicen que es consecuencia del estado general del planeta, otros que es un crisis de confianza; el caso es que hay que afrontar un año con muchas dificultades.
Pero ni siquiera con los datos anteriores -graves y reales- me pondría alarmisma, porque, en condiciones normales se trataría de un ciclo de vacas flacas como ha habido otros. Mi preocupación surge de la percepción de que en este temporal no tenemos una tripulación competente, porque la actual situación no sólo es un caos económico sino también una crisis social, política y de toda índole, en la que quienes tienen alguna responsabilidad pública parecen empeñados en ahondarla. La impresión es que cada cual quiere llevar el agua a su molino, sin darse cuenta de que el torrente es colectivo y para cuando el agua llegue no va a haber nada que moler.
Dicen que en los momentos difíciles es cuando dan la talla los grandes líderes. Ya lo vimos en la Transición, y por eso algunos de aquello nombres hoy son recordados con respeto y admiración: Suárez, Tarancón, Pujol, Fraga, González, Ferrer Salat, Carrillo, Camacho… Cada uno supo estar en su lugar y en el de lo colectivo. Ahora no se ven estos liderazgos con sentido del Estado. En esto momentos, España debería ser una piña, y sin embargo todos juegan pensando en su parcelita. Gobierno, oposición, empresarios, sindicatos y la Iglesia Católica -importantísimo factor de cohesión social-, arman bulla, disparan unos contra otros y repiten una vez más la fábula de Iriarte, en la que dos conejos se detienen a discutir si son galgos o podencos los perros que los persiguen.
Ahora tenemos metralla inútil con las elecciones de mayo, sigue el integrismo católico -no el catolicismo- echando leña al fuego, y en Canarias más de lo mismo. Mi alarmismo no nace de la situación -que es complicada- sino de la percepción de insolvencia que vemos en los dirigentes de todos los sectores que concurren en una solución colectiva. Esas personas tienen hoy la oportunidad de pasar a la Historia con mayúsculas, pero siguen empeñados en conseguir o conservar una poltrona.
En esta tesitura, lo que cabe pedir para este momento es sensatez y colaboración de todos, porque vamos en el mismo barco y la tempestad arrecia. Por ejemplo, creo que las elecciones generales deberían adelantarse para que coincidieran con las locales. Así habría menos gasto electoral y sólo seis meses de campaña, en lugar del año y medio que se nos anuncia. No podemos estar tanto tiempo en situación de provisionalidad, porque viene una ola gigante, y ya no vale despistar con cortinas de humo, dando tres cuartos al pregonero para que se mantenga el debate artificial Madrid-Barça, el chismorreo de si Letizia se lleva mal con sus cuñadas, si la «mujer del año» es Sara Carbonero porque el Capitán Casillas la besó en Sudáfrica, y el imperio de la telebasura para que la sociedad siga anestiesiada. No me atrevo a esperar siquiera una pizca de grandeza, me conformaría con algo de sentido común.