LA MARCHA VERDE (2)
…Cuando escuché por el pequeño transistor que siempre me acompañaba la noticia de la firma del Acuerdo Tripartito de Madrid, casi no podía creerlo. Iba camino de las lomas de Sharta, desde donde se divisaba a lo lejos la polvareda de miles de personas al otro lado de la tierra de nadie. Me incorporaba a la primera línea artillera, que no es la primera pero sí la que antes dispara. Delante de nosotros estaban desplegados varios regimientos de zapadores, infantería y una bandera de la Legión. Era casi de noche y el capitán Recio salió al encuentro del convoy en el que yo viajaba. Con la voz temblorosa, preguntó insistentemente si era verdad el rumor que había estado corriendo toda la tarde entre las radios de Transmisiones desplazadas al desierto.
-Es cierto, mi capitán -le dije casi con miedo porque sabía que el capitán Recio estaba entre los que querían defender el territorio hasta el final.
-¡Esto es intolerable! -chilló el capitán, y acabó bebiéndose con rabia sus propias lágrimas, que eran el llanto de la vergüenza ajena.
…El coronel del Tercio cumplió como todos las órdenes emanadas del Gobierno y del Cuartel General del Sahara. Cuando se supo oficialmente que había que retirarse a los acuartelamientos de El Aaiún, Smara y Villa Cisneros, el Tercio se encontró por primera vez en su historia en la disyuntiva de faltar a sus ordenanzas o incumplir una orden superior.
-¿Cómo coño quieren que mande retroceder si en el Tercio no existe el toque de retirada? -dicen que rugió el Coronel.
Ningún corneta hizo sonar el toque de retirada, en eso al menos salvaron la cara, pero todos, desde los mandos de estrellas de ocho puntas hasta los soldados reenganchados de los de reemplazo, abandonaron sus puestos en la frontera con la cabeza baja y en silencio. Los convoyes del tercio surcaron casi por última vez el desierto sin otro ruido que el rugido mecanizado de los motores Pegaso de sus camiones.
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LA MARCHA VERDE (Y 3)
…La maldición helada del nordeste azotaba en el febrero sahariano de 1976 los costados de los calcinados camiones Pegaso del ejército español, imperial durante años y monárquico de reestreno reciente. Los oficiales de menor graduación, sentados en las cabinas, junto al conductor, mantenían los rostros severos, como si en verdad se viajara hacia el combate. Las órdenes que salían de sus gargantas sonaban más tajantes que nunca, como si quisieran dejar claro que en retirada también se obedece. En cierto modo, aquella retirada era una heroica prueba de obediencia.
Y el maldito nordeste helado, viento que permanece en soplo infinito indicando en sesgo el camino del océano, puebla de arena el intermitente asfalto que une El Aaiún con Cabeza de Playa. Los camiones con equino nombre mitológico braman entre el silbido del viento mientras rechina en las llantas El Sahara hecho cuarzo molido. Se avista entre el tul arenoso la línea difusa del mar, interrumpida a la izquierda por las torres que sostienen la cinta transportadora de fosfatos, avanzadilla sobre el océano para vomitar su carga mineral en las bodegas de los barcos fosfateros que se detienen lejos de la espuma sobre un Atlántico en perpetua bajamar. Se nota el tumulto en los alrededores de la Compañía del Mar que controla el embarcadero. El océano es como un salado e inmenso río tropical corriendo siempre en la dirección que ordene la imaginación del que lo contempla desde la playa. Es 28 de febrero, se acaba el imperio, el ejército español hace cola para embarcar, en un Dunkerque incruento al que sólo azota la maldición helada del viento del nordeste…
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(Extracto de mi novela Sahara, publicada en 1995).