He recurrido muchas veces a la famosa cita de Truman Capote y hoy la cuento un poco más detallada porque viene al pelo de lo que quiero comentar. Capote criticaba en una entrevista concedida a The Paris Review y que más tarde fue publicada en el libro El oficio de escritor, a autores sin estilo -él hablaba concretamente de John Hersey- y decía: «son meros mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos». A veces no se puede escupir al cielo porque acaba cayéndonos en la cara, y frases tan vacuas como las que Capote criticaba formaron parte de las bisagras de su novela A sangre fría, aquel campanazo que inaugura el llamado Nuevo Periodismo y a la vez una nueva forma de hacer novela amparada en la realidad.
También es verdad que hay que saber dónde poner las tonterías, y esa es la diferencia entre escritura y literatura. Ahora se han puesto de moda los grandes tochos, en la línea de Millenium y otros bet-sellers. Siempre hubo novelas, novelas cortas y novelones, y su calidad nada tiene que ver con el tamaño. Aquellos libracos del siglo XIX firmados por Balzac, Galdós, Tolstoi o más tarde Proust necesitaban esa extensión, lo mismo que la docena de novelas cortas extraordinarias de mitad del XX tenían la distancia justa y no necesitaban más, y así nacieron verdaderas joyas como El túnel, La Perla, La familia de Pascual Duarte, Pedro Páramo, El extranjero o El viejo y el mar. Como dijo José Manuel Lara, sólo hay dos clases de novelas, las buenas y las malas, independientemente del género y del número de páginas que abarquen.
Ahora parece que la medida de un novelista es sobrepasar las quinientas páginas, y mucho mejor si se aproxima a las mil. Como en cualquier época, eso puede ser necesario para el desarrollo de la novela, pero cuando se hace para llenar páginas y páginas que se vendan al peso es otro cantar. Y me da pena porque, nombres que ya han demostrado su valía como novelistas se metan ahora en jardines de muchas páginas de donde no son capaces de salir, y lo que es peor, no dejan salir al lector (a veces el lector no puede ni entrar). Es entonces cuando me acuerdo de los capotianos mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel, y encuentro que hay muchos mecanógrafos de origen, a la vez que lamento que se hayan convertido en eso novelistas de raza en otro tiempo.
Libros de muchas páginas hay algunos muy conocidos en los tiempos recientes de la narrativa española. Algunos se salvan por su estilo, como 2666, de Roberto Bolaño, aunque ese tamaño milenario no es cosa del escritor sino del editor, que aprovechando el eco mediático de la muerte del novelista metió seis novelas inacabadas en un mismo volumen y lo vendió como una sola, contraviniendo incluso la última voluntad del autor. Pero, ya digo, se salva, porque otra cosa no tendrá la prosa de Bolaño, pero estilo le sobra. Otro que también escapa es Anatomía de un instante, el libro de Cercas que hereda de Capote la idea de gran reportaje escrito con técnicas novelísticas. Es largo, pero es que tenía que serlo.
En la otra orilla está la última novela de Muñoz Molina, La noche de los tiempos, un tocho al que le sobran datos, le rebosan las palabras y ahoga la novela. Y esto me duele decirlo porque tengo a Muñoz Molina como uno de los mejores narradores españoles, que ha escrito magníficos textos, alguno incluso muy largo y magnífico como Sefarat, y que ahora se descuelga con casi mil páginas de las cuales me temo que muchas son mecanografía. Tal vez sea que las editoriales norteamericanas compran más los libros grandes, o que se meten a contar historias de mil páginas que si hubieran sido buenas con la mitad de páginas.
Almudena Grandes es otra novelista que ha demostrado su talento sobradamente, pero hace dos años publicó El corazón helado, un texto faraónico con temática de la guerra civil, y le pasó lo mismo que a Muñoz Molina: sobran datos, sobran especulaciones, sobra medio libro. No contenta con el estropicio realizado en aquel mastodonte, ahora nos presenta la primera novela de una saga que llama Episodios de una guerra interminable (y hora reivindican a Galdós, qué gracia. Ya hablaré de ello). En la entradilla nos dice incluso qué asuntos van a tratar los cinco restantes, para que nadie ose armar una novela con la misma base histórica. Esta se llama Inés y la alegría, un texto que suma 729 páginas y que tiene los mismos problemas que el anterior. Y es una pena que eso la pase a autores tan consolidados que nos han dado novelas magníficas como Beltenebros o Malena es nombre de tango. Ahora todos quieren ser Orán Pamuk.
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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 de Las Palmas de Gran Canaria)