Viajar en un libro
Pues sí que ha sido este un verano viajero. He viajado en el espacio y en el tiempo, estuve en París con Simone de Beauvoir, Sartre, Camus y toda la peña existencialista, me di una vuelta por el río Piura, allá por Perú, buscando al asesino de Palomino Molero con Vargas Llosa, deambulé con Alexis Ravelo bajos los duros días de la postguerra y regresé a la dura actualidad con Elmer Mendoza, que buscaba a un asesino que disparaba balas de plata, como las que se usan contra los licántropos.
Viajar es muy instructivo, y si te montas en un libro el asunto es fascinante, porque no hay volcán islandés que desvíe tus vuelos ni controlador aéreo que los retrase. Puedes ir a la América colonial, a la Rusia de los zares o al hiperespacio ese de que tanto hablan Asimov y Sagan. Así que, si quieres viajar, subirse a un libro es lo más indicado, porque también es un cruce de culturas, puedes saber qué comen los cabileños del norte de África o cuáles son las costumbres de los campesinos japoneses, y eso sin necesidad de tanto ajetreo, jet-lag y cansancio acumulado. Tiene la ventaja para los amigos que no tienen que aguantarse la paliza de las fotos de cuando estuve en el Templo del Sol, en la Isla de Pascua o en un abigarrada playa del Mediterráneo. Soñar con la isla griega de Santorini es magnífico, viajar hasta allí es una paliza de aviones, ferrys, calor e incomodidad, porque una cosa es ver una postal y otra aguantar la canícula.
No, no, yo no estoy en contra de los viajes, sino muy a favor de los libros.