Da escalofríos ver todo lo que se ha montado alrededor del cadáver de Michael Jackson. Si ya era una marioneta en vida, en manos de mánagers, médicos, interesados varios y adulones, muerto es una caja de turrón, que va de aquí para allá y todo el mundo opina sobre el lugar de su descanso final.
Se repite la historia de Elvis, de tantos, y es una paradoja que, cuando llegan a ser superestrellas casi únicas, no son dueños ni de su tiempo. Ahora dicen que su muerte fue un homicidio, y no es una novedad en casos parecidos, pues hay por ahí quien dice que Jimmy Hendrix fue asesinado, con premeditación y alevosía, no por accidente médico. Lo curioso es que se sabe ahora, y acusan a un personaje que también está muerto, con lo cual ya da todo lo mismo.
Y es el precio que se paga por ser una estrella, siempre en la soledad de la cima. Se les pinta como seres caprichosos, raros y hasta infantiles, pero en realidad responden a los hilos que mueven otros. Si a Michael Jackson o Elvis Presley se les hubiera ocurrido dar un puñetazo sobre la mesa y decir ¡basta! muchos saldrían perjudicados, y alguno tendría la tentación de hacer realidad la máxima de que un mito vale más muerto que vivo. Incluso en dinero.
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