Escribir artículos en los periódicos ha sido desde mediados del siglo XIX un oficio habitual entre los escritores, especialmente los novelistas, aunque algunos poetas hicieron incursiones periodística con muy buena fortuna, tal es el caso de Antonio Machado, que nos dejó a Juan de Mairena clavado para siempre en la memoria de la literatura. Y, como diría Juancho Armas Marcelo, ahí está la vaina, porque finalmente, los buenos narradores o exquisitos poetas que escriben honestamente en los periódicos, hacen eso que llaman periodismo literario, es decir, literatura. Los hay que son periodistas, y hacen su oficio, pero no cuando escriben columnas, porque entonces sacan la patita literaria, que es la que da perdurabilidad, porque el buen periodismo cuanto más fungible mejor, dada su condición de inmediatez.
Citaba a Juancho en el anterior párrafo, y no era por casualidad, sino porque este artículo tiene como causa eficiente (debe habérseme colado el filósofo Mairena de Machado) la publicación de su libro Celebración de la intemperie, que es un trozo de memoria literaria y de la otra que se extiende a lo largo del tiempo y va configurando una manera de ver, pensar y actuar (volvemos a la aristotélica causa eficiente, posterior a la material y formal, y anterior a la final). Y todo esto se hace desde una columna de prensa, como lo hicieran Larra, Alonso Quesada o César González-Ruano.
Decir que este libro es un conjunto de artículos periodísticos no se acerca a la verdad, porque lo que Juancho escribe no son artículos, porque en realidad son memorias fragmentadas, que al final conforman un puzzle consecuente; ni son periodísticos porque el valor fundamental de lo noticiable entra en la antología de lo perecedero.
Contar un hecho o comentarlo es primigenio, original (en sentido de ser el origen), efímero por lo tanto, y es la esencia del periodismo. Analizar con cierta perspectiva este hecho, o contarlo desde la distancia, ya no es periodismo, es literatura.
Se ha dicho muchas veces -Umbral lo repetía casi cada jueves- que muchas de las mejores páginas de la literatura del último siglo y medios fueron publicadas en volanderas páginas de periódicos. Eso es cierto, pero no son periodísticas, y ya lo de volanderas suena a manido, porque las hemerotecas informatizadas sirven en almoneda prácticamente todo lo importante que se ha conservado entre polillas durante décadas.
Juancho tiene vocación de puente entre la Iberia carpetovetónica y la América asalvajada, ilustrada, anglófoba y angófila, italianizante con acento porteño o caribeña, heredera de España y rebelada contra la legadora. Porque hay muchas Américas, y me temo que España sigue en la misma tesitura guerracivilista y marrullera. Dicen que los tiempos están cambiando, es cosa del reloj, porque por lo visto España no cambia, sigue repicando a misa y doblando a muerto, y se repite una y otra vez la misma marrullería que contara Galdós en su Doña Perfecta de 1876. Es igual, lo mismo pero diferente, pero parecido, como diría Cantinflas en el más infumable de sus monologuillos.
Celebración de la intemperie, cruza ese puente una y otra vez, como lo hace Juancho en sus novelas, ancladas en Madrid, Distrito Federal, y amarradas a La Habana, Santiago, Tijuana o Buenos Aires. En sus columnas recogidas en este libro se trasluce esa historia de ida y vuelta, unas veces con olor a sopa castellana de un restaurante del madrileño Barrio de Salamanca, otras con ese aire entre salvaje y exquisito de El Sur, el cuento de Borges que define en diez minutos la duple condición de Argentina, sutil y británica hasta el empalago y a la vez brutal y primitiva como la faca de un gaucho encabronado.
Esa es la multivalencia de la lengua de Juancho, porque la lengua, que es vehículo de información, es información por sí misma cuando suena como la música de una canción distinta. Los críticos peninsulares se empeñan en repetir que Juancho es el más latinoamericano de los escritores españoles y el más español de los escritores latinoamericanos. Eso es una majadería que a mi parecer lo sitúa en tierra de nadie, haciéndolo extranjero en ambas orillas. Es como si dijeran que Javier Marías es el escritor inglés que mejor escribe en castellano, y lo contrario cuando traduce. Con esto parecen querer dar a entender que lo que escribe Juancho es una especie de español matizado de americanismos, o una lengua criolla con una sólida formación clásica propia del obispo de Sigüenza. Y se equivocan, porque siguen en lo carpetovetónico, y creen aunque digan lo contrario que hay una lengua madre y las demás son variedades menores.
Pero eso no lo suelen decir de Juancho en América, porque lo que escribe es justamente el resultado de un mestizaje de ambas orillas (y de la tercera, la del Pacífico) y esa majadería de latinoamericano cruzado con español (o al revés) no quiere ver que Juancho es simplemente un escritor que ha asumido como suya una lengua en toda su dimensión.
Decía al principio que en este libro se contienen trozos de memoria, porque la memoria se construye a cachitos, como una casa con ladrillos. Lo más curioso de estos artículos es que Juancho opina, pero opina menos de lo que parece, porque finalmente aparece el narrador y lo que hace es convertir en personajes literarios a las personas de verdad. Y, si me apuran, Celebración de la intemperie, puede leerse como la gran buffé de la literatura en esta lengua en la han escrito Cervantes, Fuentes y hasta Javier Marías, no crean. No falta de nada, caen mitos y a veces cayendo se mitifican aún más, hablan los muertos, y los vivos quedan a merced del trazo certero de la pluma de Juancho, que corta como un escalpelo.
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(*) Este trabajo aparece hoy en el suplemento Pleamar del periódico impreso
Canarias7.