Cuenta un eco legendario que una vez existió un niño que empezó a hacer poesía antes de conocer el alfabeto. Lo que le llamaba la atención de las revistas no es que tuviesen dibujos o fotografías, sino las páginas llenas con varias columnas de letras. A los cinco años, los niños preguntan, y su abuela le dijo que poner palabras en columna era ser poeta, que era el puesto más alto que podía alcanzar un ser humano. Entonces aquel niño trazó garabatos y compuso una columna. La abuela, que era poeta sin versos, le dijo que aquello era un poema, lo mandó a hacer otro y el niño se sintió poeta. Ese niño bien podría ser Rafael Arozarena, que sabemos que es poeta, como hay muchos, pero él lo sería aunque no hubiera escrito un solo verso porque así lo decretó su abuela un día ya lejano.
Con los años ha llegado ser muy gráfico, y eso tiene que ver con su concepto de la poesía cuando era niño, la sublimación del sentido de la pureza, que lo llevó a formar parte del grupo fetasiano, que invocaba a Fetasa no en el sentido que Tzara proclamaba a Dadá, sino como un intento de concreción imposible. Los fetasianos dijeron que Fetasa es más que Dios, es Dios al infinito, el temblor de estar ante una deidad. Se dieron cuenta de que las religiones se agrietan precisamente porque tratan de explicar a Dios. Y entendieron que eso no podía expresarse. Para Arozarena Fetasa no es nada y sigue siendo Fetasa. No es soberbia, porque la humildad suprema es decir «No lo comprendo, pero hay más». Arozarena, como Sócrates, se sabe humano y Fetasa es NO tratar de explicar lo inexplicable ni de comprender lo incomprensible. Quién sabe si San Agustín se hizo fetasiano cuando fue sobrepasado por el Misterio de la Santísima Trinidad.
Pero vayamos, por fin con Mararía:
Siempre he dicho que las películas que son adaptaciones de novelas son otra cosa, pero no son la novela de la que provienen. Y ha de ser así porque es otro soporte, porque hay menos tiempo y porque las imágenes pueden contar cosas que nunca podrán hacer las palabras, y al mismo tiempo hay palabras que jamás podrán trasladarse a un fotograma. Por eso, cuando vi la película Mararía, me di cuenta al instante de que estaba ante la Mararía de Antonio Betancor, el director, no ante la de Arozarena.
La Mararía de verdad no es tampoco la de la novela, es la que surge de la novela como representación de una isla con el rostro quemado. Rafel Arozarena tuvo la intuición juvenil de sugerir mucho más de lo que contaba, y ya sabemos que las sugerencias tienen efectos distintos en cada persona. Yo tengo mi propia Mararía, y he podido comprobar que no coincide con la de otros lectores de la novela, que curiosamente ninguno se imagina a tan hermosa mujer con el semblante, también hermoso, de Goya Toledo. La idea de belleza que nos sugiere Rafael Arozarena es tan sublime y al mismo tiempo tan diabólica, que resulta inalcanzable en la realidad aún por una mujer, aunque sea muy bella, y desde luego Goya Toledo lo es, pero es tangible y humana. La Mararía de Arozarena tiene una belleza tan imposible que ni siquiera puede existir en la novela, sino en la imaginación de quienes la leen. Es algo así como Fetasa.
Y es curioso este fenómeno, porque, por lo general, el cine presta sus rostros a personajes novelescos e incluso históricos que luego son recordados con la cara del actor o la actriz que los encarnó. Zapata tiene el rostro de Marlon Brando, Margarite Gautier el de Greta Garbo, Doña Bárbara el de María Félix, Cyrano de Bergerac el de Gérard Depardieu, Escarlata O’Hara el de Vivien Leigh… Ninguna actriz -y ha sido interpretada por muchas y muy bellas- ha quedado como el rostro de Helena de Troya porque su belleza, como la de Mararía, no es humana.
Desconozco si el mito de Mararía se hubiese asentado en la colectividad de no haber escrito Arozarena la historia que le contaron un caluroso día de los años cuarenta caminando entre las blancas casas de Femés. Probablemente no, y hasta es posible que aquella fuese una historia más de un pueblo perdido, y quien supo captar el mito fue el escritor. Y es un gran mito, que explica una isla y que la trasciende, como el de Hamlet, el de Don Quijote o el de Don Juan, que nacieron del ingenio humano.
Ese es el gran mérito de esta novela y por eso necesariamente tuvo que ser escrita por un poeta, como El Doctor Zhivago, y eso tiene poco que ver con las estúpidas broncas supuestamente literarias que airean en los medios autores multimillonarios como Ruiz-Zafón. Arozarena ni siquiera se complace en hablar de Mararía, porque sabe que el mito lo ha superado, va más allá de la novela, y desde aquí tengo que decir, como escritor, que ese debiera ser el objetivo de todo novelista, crear historias que lo sobrepasen.
Seguramente muchos lo intentamos, pocos lo consiguen, y Arozarena es uno de ellos. Una vez me preguntaron qué novela canaria me hubiera gustado escribir, y mi respuesta es obvia, Mararía, porque puede que las haya más recias en cuanto a la estructura, incluso más cuidadas literariamente, pero que tengan ese espíritu creador que se traspasa a los lectores, yo no conozco ninguna en Canarias con esa potencia. Y fuera tampoco hay muchas, no crean.
(*) Este artículo aparece hoy en el suplemento cultural Pleamar en la edición de papel de Canarias7.
La foto nos la hizo mi amigo el fotógrafo Tato Gonçalves en la terraza del Hotel Santa Catalina en 1995.
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