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Los tres crisoles

(A tenor de Plácido Domingo)
Hace poco una película me llevó a otra. Más bien, me llevó a un libro (también existe la película) que, aunque he querido leer muchas veces y conociéndolo por otro título, Las brujas de Salem, no lo he hecho y ha llegado el momento. La película, que me gustó mucho se titulaba Molly´s Game. Contaba la vida de un mujer que …bueno, les dejo que la busquen y que la vean porque no es el objeto del caso ahora. Solo decir que la protagonista acaba leyendo El crisol, porque su abogado se lo había impuesto como lectura obligatoria a su hija “para que supiera lo que le ocurría a un grupo de niñas aburridas cuando son chismosas.” Bueno, esta es una forma de simplificar la que es considerada por muchos como una de las mejores obras del S.XX. En este libro, Arthur Miller establece un paralelismo entre Salem, los albores de la Guerra Fría y el llamado “macartismo”: acusaciones de deslealtad, subversión o traición a la patria, sin un juicio justo que garantizase los derechos del acusado. Listas negras que fueron especialmente llamativas en el ámbito del cine. Llamativas y devastadoras, con acusadores premiados por chivatos, con o sin verdad , y acusados que en el mejor de los casos, guionistas y escritores, podían seguir sobreviviendo firmando sus trabajos con seudónimo u otorgando su autoría a otro que no estuviese bajo sospecha (y que no hubiese levantado envidias profesionales por su talento). En cambio, los actores no tenían esta opción y tuvieron que abandonar la profesión. Como consecuencia, trastornos psicológicos, problemas económicos… que llevó a alguno al suicidio, como se presume en el caso de la muerte del actor John Garfield (El cartero siempre llama dos veces).
Jack Warner fue uno de los primeros en denunciar, a los hermanos Epstein (Casablanca), esgrimiendo un motivo a mi parecer absurdo pero que encajaba bien (cualquier ridiculez era válida) en los intereses anticomunitas que se perseguían: en sus películas los ricos siempre eran malos.
Y esta, no tan breve introducción, me sirve para empezar a escribir una opinión que con ganas de escribirla, he tardado varios días en sentarme. Quería pensarlo bien, quería analizar mis ideas pero, lo peor de todo y principal motivo del retraso: el miedo. Sí. Tenía miedo. Pero no. No estoy dispuesta a caer en eso. Y tampoco quiero dejar solo a un compañero profesional y, en el 99% de las ocasiones, compañero de opinión . Y además, hace poco alguien me recordaba que “era raro verme a mí avergonzada por algo”.
Hace unos días saltaba el titular del “reconocimiento de toda la culpa por parte de Plácido Domingo”. Ya en su momento, con sus primeras declaraciones al respecto, pensé en que su responsable de comunicación era bastante incompetente. Y ceo que no lo ha sustituido. Pero ya acostumbrada a leer con precaución los titulares e incluso el contenido de la noticia, lo primero que hice fue ir a buscar los dos documentos más importantes que se mencionaban y que justificaban el titular. Primero, el documento que reflejaba la investigación realizada que determinaba su culpabilidad, no aparecía en ningún sitio (al igual que el nombre de las denunciantes: todas excepto una son denuncias anónimas). Segundo, su comunicado “inculpatorio”. Me costó encontrarlo porque la mayoría de los medios extractaba frases de una declaración realizada en inglés, pero la encontré. Lo leí varias veces. Y yo, yo, sí entendí perfectamente lo que quería decir. Lo mismo que ha matizado hoy el tenor: que pide disculpas sinceras a quien hubiera podido ofender pero no que reconociese haber acosado sexualmente a nadie.
Es cierto que, como decía, el profesional que escribió ese comunicado no es muy bueno y que no ha tenido en cuenta el valor de lo que estaba escribiendo. El valor de cada palabra, de cada coma. No calculó que estaba haciendo firmar al tenor su sentencia de muerte.
*los tres crisoles: los procesados por brujería tenían que pasar por tres crisoles: el juicio de la opinión pública, el proceso formal ante un tribunal y, finalmente, padecer la tortura de una cruel ejecución.

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Grandes mentirosos

Muchos habrán acudido llamados por el título y deseando averiguar a quién llamo mentiroso. Siento decepcionarles, pero el calificativo, que no insulto, empieza por mí y de ahí puede derivarse hasta donde alcance la humanidad.
Yo miento, tú mientes, él miente…todos mentimos. Y lo que es peor, nos pasamos el día haciéndolo. No es necesario mentirle a alguien. No. Nos mentimos. Cuando lo hacemos, quizá lo hagamos buscando esa “mentira noble” a la que nos acercaba Platón, siendo nosotros mismos a la vez, gobernantes y gobernados. Los primeros, autorizados a mentir “por nuestro bien”; los segundos, castigados por hacerlo.
Con esa mentira noble, queremos eludir las frustraciones que nos causa nuestra realidad. Nos preguntamos y entre las posibles respuestas, elegimos aquella que nos evite enfrentarnos a la verdad que nos contraría. Como gobernantes de nuestra propia vida, nos mentimos constantemente en ese intento de que nuestro “mundo” sea como esa “ciudad buena” de Platón. Podemos jugar a ser tramoyistas y por un instante, que a veces hacemos eterno, bajar las tramoyas que más nos convienen para decorar nuestra mentira, y como decía Ibsen, no quitarnos la ilusión que nos privaría de la felicidad.
Quizá no seamos tan mentirosos y solo seamos astutos, como la zorra de Fredo, que al intentar coger un racimo de uvas saltando con todas sus fuerzas y no lograr alcanzarlo, decidió marcharse porque, en realidad, las uvas estaban demasiado verdes.

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Sapere aude, atrévete a pensar

Creo que todos tenemos un recuerdo positivo de nuestros estudios de Historia y Filosofía en cuanto a la Ilustración se refiere. Recordamos frases que, a una edad adolescente, impactaban de tal forma que quedaban grabadas para siempre, al menos a mí me ocurría así. “El hombre es bueno por naturaleza”, “Todo conocimiento parte de un principio básico: la razón”, “Aquel conocimiento que no sea racional debe ser rechazado”. Y yo, tan inocente todavía, me lo creía todo. Lo empollaba y lo soltaba en los exámenes de una forma tan bien redactada, con los apuntes que yo misma elaboraba y con tal pasión, porque me gustaban mucho las dos asignaturas, que mis sobresalientes en ambas materias eran lo común, así como salir “ al encerado” como se decía en Asturias, a leer mis exámenes que los profesores ponían como ejemplo de excelencia.
Con el tiempo, he pensado mucho en esas clases, en lo que me hubiese gustado volver a ellas habiendo desarrollado mi pensamiento crítico. Habiendo leído más. Haber podido, no solo empollar. Haber podido dar mi opinión. Haber sido una ilustrada de verdad. Pero tan jóvenes, es casi imposible ser ilustrado. Y más, siendo una niña ‘educada y responsable’ no me hubiese sido fácil liberarme de “mi culpable incapacidad” para servirme de mi propia inteligencia sin la tutela de otro. Padres, profesores, autoridad. Y por más alto que la Ilustración, Kant y antes que él, Horacio en el s. I a. C., me gritasen ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!, era demasiado joven y puede que también perezosa y cobarde para emancipar mi libertad.

Y en estos días de elecciones, de críticas al CIS por su presunta manipulación de los resultados de las encuestas y que tanto enfadan a los ciudadanos porque les ha llevado a engaño, ¿a qué engaño? ¿Necesitan saber de verdad qué dicen los otros para tomar sus propias decisiones? Porque esto es lo que parece. Esto que tanto se aleja de lo que sí deberíamos conservar de ese pensamiento generado en el siglo XVIII, me hace gritar en silencio ¡Sapere aude! Silencio y grito que quedan en mi intimidad porque si otro precepto primordial estamos perdiendo de la Ilustración es, precisamente, la Libertad, por la que tanto lucharon los ilustrados.
“Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea” (Kant)

Aunque fueron muchos los legados que nos hizo la Ilustración, como la idea de diferencia y particularidad, la idea de una ciencia humana, la realidad es que casi trescientos años después, podemos comprobar que las mejores conquistas del pensamiento no son estables y permanentes. Al contrario, cíclicamente vuelven a ser amenazadas.

Rousseau, afirmaba que “el hombre es bueno por naturaleza”. Un siglo antes, Hobbes, habiendo tomado la frase de Plauto, nos dice que “Homo homini lupus”, “el hombre es un lobo para el hombre”. Y precisamente de hombres es de lo que quiero hablar. De un hombre en concreto. Un hombre cuya razón podía pasar por ilustrada, si adaptamos los principios de la misma a su propia interpretación. A la de Pedro Sánchez. Lo racional: mantenerse como sea en el poder. Espíritu crítico: mantiene una postura crítica ante ‘su irrealidad’. Búsqueda de la felicidad: prosperidad privada. Creencia en la bondad del hombre: tan bondadoso que puede incumplir todas sus promesas y siempre va a ser perdonado, a costa de solo unos escaños.

Nunca he hablado de un político. Tampoco de mi ideología. Ni de a qué partido voto. Y hoy tampoco voy a hacerlo. Como decía, solo voy a hablar de hombres.
Me pregunto qué pensarán sus votantes. Yo le preguntaría muchas cosas. ¿Por qué parece que lo único que hace es romper una y otra vez sus promesas, que su palabra carece de valor y que redirige su discurso hacia lo que sea que le permita mantenerse en el poder? Poder que se quiere asegurar definitivamente buscando ya su investidura sin prestar la menor atención a que esta dependa, (y luego se lo deba, porque hasta los menos preparados en el tema sabemos que en política nada es gratuito), de las abstenciones de ERC y Bildu. De Junqueras. De Otegi.

Le preguntaría si de verdad piensa que somos tan buenos por naturaleza o más bien, tan tontos por naturaleza, que nos creeremos sus falsas justificaciones para entender la negociación relámpago que le permite firmar un acuerdo en menos de cuarenta y ocho horas, cuando no pudo hacerlo en seis meses.
Ciento cuarenta millones de euros después y lo que se ha dado a llamar un próximo gobierno frankensteiniano, Sánchez podrá dormir bien. Su mejor somnífero, hacerlo en Moncloa.

“Tú, mi creador, quisieras destruirme, y lo llamarías triunfar. Recuérdalo, y dime, pues, ¿Por qué debo tener yo para con el hombre más piedad de la que él tiene para conmigo?” (Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley, 1818)