Historias de Tokio: La amistad del señor Azúcar

Después de haber trabajado como relaciones públicas en un restaurante español durante mi primer año en Tokio, nuevas oportunidades laborales me surgían en aquella ciudad. Algunas las rechacé, como un trabajo maravilloso para Lladró Asia, pero que, de haberlo aceptado, hubiese significado encerrarme en una oficia de sol a sol y perderme el Tokio que yo quería vivir. O aquel, como correctora en el periódico latino. Gracias a Alberto, conseguí una entrevista en las Academias Roland para ser profesora de español, trabajo que me encantaba y que ya realizaba en la NHK (Televisión y Radio Nacional de Japón). No fue difícil conseguirlo, a pesar de que mi inglés en aquel tiempo era bastante malo, las entrevistas laborales siempre habían sido mi fuerte. El trabajo era sencillo. Yo ponía mi horario. Clases individuales, semi (dos alumnos) o de grupo (cuatro o cinco). Me compré un libro, Español 2000. Y ahora, solo esperar a que fueran llegando alumnos. Estos tenían la potestad de elegir profesor. Podían acudir a una clase gratuita con cualquiera de los profesores y luego escoger. He de confesar que mi éxito era rotundo. Tras esa primera clase, ninguno se resistía a volver conmigo. Fui llenando todas las horas que me había marcado, dejando los jueves y domingos libres. Jueves para acudir al trabajo en la tele y domingos para disfrutar de mi futón, de mi tatami y de las tardes en Shibuya, Harajuku o el Parque Yoyogui.
Tenía alumnos de lo más variado. Niños jovencitos, una enferma repelente, con la que discutí tras aquel partido de cuartos de final del Mundial 2002, Corea- España, cuando quise poner un ejemplo práctico de las diferentes cosas que se podían comprar, desde un tomate, a una casa, a un árbitro. Se empeñó en decir que los españoles éramos tan prepotentes, que no podíamos admitir que habíamos perdido el partido sin más. No volvió más a mi clase, y lo agradecí. O aquella japonesa algo cursi con un alto nivel de español, y que se escandalizaba con las insinuaciones a los genitales que hacía Elvira Lindo en «Manolito Gafotas» y que un día entró en la clase, que compartíamos entre varios idiomas: inglés al fondo, alemán en medio, chino a la derecha, ruso a la izquierda, otro español al lado, y a voz en grito dijo, enseñándome las axilas que habían dejado marcas de sudor en su camisa impoluta: ¡estoy caliente! Lo que dio de sí la clase para explicarle lo «inapropiado» de esa expresión, en depende qué situaciones. Cuando dejé las clases por el nacimiento de Yui, la invité a casa una tarde. Tras aquella visita, no la volví a ver más. Intuyo que se quedó horrorizada por la humildad de mi hogar, aquellos 25 metros cuadrados, en los que me moría de frío y que contaba con un baño estilo oriental, algo que a ella le oarecía ya de la época samurái. Y Chihiro, editora de una revista de perros, encantadora, y que compartió aquella primera clase de Sato-san con la enfermera rabiosa.
Era su primera clase de prueba, aunque su decisión ya había sido tomada de antemano: quería a aquella profesora que le enseñaba español a través de las ondas, contándole, con permiso de Elvira Lindo, las aventuras de «Manolito Gafotas». Mi estrategia siempre era la misma: presentarse unos a otros (era un nivel avanzado), haciéndose las preguntas típicas. Sato-san sudaba sin parar. Era un hombre delgado, de unos 55, 60 años, aunque bien podría tener 50 o 65. Tenía esa apariencia confusa de los japoneses, en la que no sabes si es joven, mayor o muy mayor. Secaba, con manos temblorosas, su frente con un pañuelo de tela, que junto a su libreta, lápiz y diccionario se convirtió en elemento imprescindible para mis clases. La enfermera, de verdad que no recuerdo su nombre, fue la primera en atacar. Le preguntó varias cosas, y él a punto de un infarto, sudaba y sudaba. Salía del paso como podía de tan nervioso que estaba. Hasta que le preguntó: ¿por qué estás aquí? ¿ por qué estudias español? Él no sabía responder, o como supe después, no encontraba las palabras adecuadas para expresarlo. Ella insistía, y ante su aparente torpeza, parecía a punto de perder los nervios. Sus preguntas, o más bien, su forma incisiva de formularlas, bloqueaban cada vez más a Sato-san, por qué, por hobby, por trabajo, ¿por qué? y tuve que intervenir. Le hice la pregunta de varias formas posibles, dulcemente, intentando calmarle y lo conseguí. Con su mirada cándida me dijo, nos dijo, que estudiaba español porque España estaba en su corazón. Me quedé sin palabras. Mi corazón palpitó al ritmo de esa frase…»porque España está en mi corazón». Y así me explicó, que hacía muchos años, había viajado a España con su mujer, solo unos días, pero que jamás había podido olvidarla, que se sintió el hombre más feliz y que desde entonces, España y los españoles formaban parte de su vida, de esa vida que yo sé que es muy dura y que el solo recuerdo de unos días bajo el sol español, hacían más fácil. Liberado de la presión, se relajó y sonriendo me dijo:
– Me llamo «Sato», ¿sabe lo que significa en español?
– Sí, azúcar .- contesté.
-Pues si quiere, puede llamarme «Azúcar».
Con esa palabra tan dulce, comenzó una amistad, tan pura, tan sincera, que jamás podré olvidarla. Venía cada sábado a mis clases, con sus nervios, su sudor, por miedo a no tener el nivel para responder a mis preguntas, con su sonrisa que me contaba que aquel momento, aquella hora semanal, era el motor de su vida. Me enseñó todo el Japón que pudo. Todos los días de clase, traía una redacción, para que se la corrigiese y en las que aprovechaba para hablarme de su familia, de su pueblo, de sus viajes, de sus tradiciones. Yo era su profesora y su alumna, y él era mi alumno y mi profesor. Se alegró como si de su nieto se tratara, cuando le dije que esperaba a Yui. Me aconsejaba los mejores alimentos. Cuando veía, en los últimos meses de embarazo, mis ojos rojos, mi cara cansada, los pequeños movimientos que hacía cuando sentía las contracciones, después de siete horas seguidas de clase, salía a comprarme caramelos.
Aquel sábado me asusté. Durante más de un año, mi señor Azúcar, no había faltado a ninguna de mis clases. Daban igual los tifones, los catarros persistentes, el cansancio, siempre estaba allí, y cinco minutos antes. Comencé la clase. Desorientada sin su presencia hasta que apareció, sudando más que nunca, pero sonriente, muy sonriente. Me pidió toda clase de excusas por su tardanza (cinco minutos de nada, que me parecieron una eternidad). Llevaba en las manos una pequeña caja que puso delante de mí, al tiempo que me explicaba que se había levantado a las tres de la madrugada, había cogido varios trenes para llegar a un templo dedicado a los perros (concretamente a las perras), al que iban todas las madres japonesas a pedir por sus hijas embarazadas. A pedir que el parto fuese tan fácil y tan bien, como el de las perras. Abrí la caja, y dentro había una figurita, una perrita blanca con adornos de colores. Me pidió que la cogiese, que la tuviese cerca de mí esos días en que el parto se presagiaba inminente, que me ayudaría y me protegería. Y así fue. Me ayudó y me protegió. Las complicaciones y vicisitudes de un parto sola, en otro país, en Japón, a pesar de su dureza, se me hicieron livianas. Y parí, nunca mejor dicho, como una perra. Como quiso mi señor Azúcar que lo hiciera.
Hoy voy a escribirle. Hace tiempo mucho tiempo que no lo hago. Sé que le haré muy feliz, como él me hizo a mí todos los sábados, a las diez de la mañana, en Tokio.

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