Historias de Tokio: El comienzo II

Sí recuerdo la entrada a mi primer hogar. Nunca antes había salido de la casa de mis padres. Por eso, aquellos quince metros cuadrados, aquel baño oriental, aquel tatami, aquel frío infernal, aquella…falta de casi todo a lo que estaba acostumbrada, me pareció maravillosa.
Lo que más sorprende al extranjero en Tokio, por lo menos fue lo que me ocurrió a mí, es que te imaginas viviendo entre rascacielos y casi con coches volando y circulando por autopistas celestiales. Y sí, existen esos rascacielos y falta poco para esos coches voladores, pero a no ser que seas un alto ejecutivo americano enviado a Tokio con todos los gastos pagados o un directivo de Sony, los rascacielos los ves desde abajo, o si te permites un día el lujo de ir a comer a uno de esos restaurantes de la planta 55, en Shinjuku, en un ascensor que tarda tres segundos, y desde donde ves toda la ciudad si dejas volar tu mente e imaginación más allá de las luces que se van difuminando en el horizonte. En un restaurante como ese fue decidido el nombre de Yui.
Como decía, alrededor de las estaciones cercanas a centros neurálgicos de la ciudad (no hay un solo centro sino cientos), se establecen los edificios de apartamentos y las casitas unifamiliares que no suelen superar las dos alturas. Las calles son estrechas y la mayoría de la gente circula en bicicleta, aunque no hay carril para ello. Van por la acera, y yo siempre consideré eso un peligro aunque, curiosamente, nunca vi un atropello, y llevan a dos niños e incluso a bebés y hasta a sus perritos. Desde el principio supe que eso no era para mí. Había aprendido a montar en bici muy tarde, y no lo hago muy bien, así que si no quería salir en las noticias niponas, era mejor que escogiera el metro o mis pies. A propósito de pies, me acabo de acordar de la vez que me apunté a unas clases de japonés y del mapa que me habían enviado para saber cómo llegar. Mi inglés seguía siendo muy malo y recuerdo aquel mapa que indicaba por medio de dibujos que había que «croos the pedestrian…no se qué». No pueden imaginar el shock y el malestar que me producía pensar por qué le habían puesto a una calle o a un puente, más bien parecía eso, el nombre «pederasta». Igual que tardé en admitir que «de nada» era «you welcome».
Pues mi casita estaba detrás de una de esas calles, flanqueada por un edificio enorme, que la verdad no pegaba nada en la zona, por una casa muy antigua (nunca supe quien vivía allí) y por la casa de la Señora Montaña (Oyama san). Una zona de aparcamiento y otro apartamento, justo a escasos 40 centímetros, ventana con ventana, de otro al que creo que nunca ví. Él a nosotros sí, pues yo ya había empezado con mi costumbre de abrir cortinas y ventanas de par en par.
Continuará…

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