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KIOTO, 24 horas, un día, una Vida

Tokio, algún día del 2001
Prácticamente acababa de llegar. Todo ocurría muy rápido. Todo pasaba deprisa. Luces, símbolos, gentes, incluso el «tren bala» que nos había llevado hasta allí a más de 200 Km/hora, y en dos horas y treinta minutos, Kioto…
¿Podré ver alguna geisha? ¿Iré a esos templos mágicos, casi de ensueño, que hemos visto en alguna postal?…Caminando llegamos hasta el hotel en el que íbamos a pasar tres días. Un hotel económico, como su propio nombre indicaba: «Econo-Inn». Un yukata * y unas zapatillas que me pongo ilusionada mirándome al espejo ¡parecía una geisha!
Tras una ducha rápida nos preparamos para salir. El día estaba gris, húmedo. Una fina lluvia, casi imperceptible, que incluso agradecía ¡hacía tanto calor! Salí a la calle casi saltando, casi volando, ansiosa de recibir a esa ciudad que siempre había estado tan lejana y que ahora el destino ponía ante mí.
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Historias de Tokio: La dulce Kitty

Cuando llegué a Tokio con algo de dinero que había ahorrado de la liquidación en España y del trabajo como camarera en el restaurante «Macarena» de Londres, la principal preocupación era » no gastar» . Tokio es carísimo, pero también es cierto que una vez allí, cuando aprendes a vivir no como extranjera, a buscar, encuentras la forma de economizar y hasta de ahorrar. Pero al principio, después de dejar la mitad de mis ahorros en el exceso de equipaje, el miedo a cómo me iba a ir en el trabajo, el miedo que tenía Jin que era un becado con beca exigua, el alquiler de los 15 metros cuadrados de 80.000 pesetas al mes y el vencimiento del contrato cada dos años (y que suponía pagar: un mes de regalo para el dueño del suelo, otro para el dueño de la propiedad y otro para la agencia) estábamos aterrorizados. Así que las instrucciones eran claras: » ningún gasto superfluo». Continuar leyendo «Historias de Tokio: La dulce Kitty»

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Historias de Tokio: Vivir sin lavadora II

Y la nevera llegó a casa al día siguiente. La esperaba con la misma ilusión que de pequeña esperaba los regalos de los Reyes Magos. Medía de alto unos 80-90 centímetros y de ancho cuarenta aproximadamente, pero a mí me parecía la nevera más maravillosa y grande del mundo. Y la puse a trabajar a todo trapo: una balda llena de yogures, bueno, los que cabían (seis) y otra para una botella de agua y otra de café con leche (se compraba en botellas ya hecho) y poco más, ya que el mini-congelador se convertía en un bloque de hielo que además no tenía puerta que lo separase del resto de baldas. Y así, mis pequeños 15 metros cuadrados fueron tomando forma de hogar, de hogar en «femenino». Junto a la nevera compramos también una pequeña estantería en la que, para maximizar el espacio, clavé con chinchetas unas cestitas de plástico a un lado que hacían las funciones de» baldas de baño», llenas de productos cosméticos ( la mitad no sabía ni para lo que eran). Dicha estantería estaba colocada en la entrada de la casa, que hacía las veces también de cocina. He de confesar que solo cociné allí cinco o seis veces. Era casi imposible, aunque sí recuerdo haber hecho allí el mejor arroz con leche de mi vida. Era muy incómodo tener que comer luego sentada en el suelo, encima del futón (colchón finito sobre el que se dormía), en el que más de una vez se cayó algún que otro plato lleno de arroz caldoso.
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