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Historias de Tokio: Vivir sin lavadora II

Y la nevera llegó a casa al día siguiente. La esperaba con la misma ilusión que de pequeña esperaba los regalos de los Reyes Magos. Medía de alto unos 80-90 centímetros y de ancho cuarenta aproximadamente, pero a mí me parecía la nevera más maravillosa y grande del mundo. Y la puse a trabajar a todo trapo: una balda llena de yogures, bueno, los que cabían (seis) y otra para una botella de agua y otra de café con leche (se compraba en botellas ya hecho) y poco más, ya que el mini-congelador se convertía en un bloque de hielo que además no tenía puerta que lo separase del resto de baldas. Y así, mis pequeños 15 metros cuadrados fueron tomando forma de hogar, de hogar en «femenino». Junto a la nevera compramos también una pequeña estantería en la que, para maximizar el espacio, clavé con chinchetas unas cestitas de plástico a un lado que hacían las funciones de» baldas de baño», llenas de productos cosméticos ( la mitad no sabía ni para lo que eran). Dicha estantería estaba colocada en la entrada de la casa, que hacía las veces también de cocina. He de confesar que solo cociné allí cinco o seis veces. Era casi imposible, aunque sí recuerdo haber hecho allí el mejor arroz con leche de mi vida. Era muy incómodo tener que comer luego sentada en el suelo, encima del futón (colchón finito sobre el que se dormía), en el que más de una vez se cayó algún que otro plato lleno de arroz caldoso.
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