Me fui de Las Palmas de Gran Canaria cuando tenía 8 años. Mi acento se fue conmigo y lo llevé a Tenerife. Allí no sufrió porque, aunque algo diferente, seguía siendo nuestro acento. Sí sufrieron, los primeros meses, las burbujas del agua con gas de Firgas. Recuerdo una de las primeras noches allí en la que mi padre tuvo que salir a buscar desesperadamente un bar abierto para comprarnos agua con gas a riesgo de deshidratarnos si no la encontraba. A mi hermana y a mí nos daban arcadas con cada buche de agua sin gas, la que se bebía en Tenerife. Y dos años después nos fuimos a Asturias. Allí no nos quedó más remedio que olvidar las burbujas, pero nuestro acento, nunca, nunca lo olvidamos. Sí es verdad que sufrió. Recuerdo cuando ya llevábamos algún tiempo fuera de las islas y en esa transición irremediable en la que se mezcla tu acento con el del lugar en el que vives, sobre todo cuando eres una niña, a medida que hablaba, lanzaba de vez en cuando un pequeño disparo de saliva que iba a parar a la cara asombrada del interlocutor que tenía enfrente. A veces creo que llegué a dar hasta en un ojo. Y es que mi lengua se trababa y no encontraba el lugar correcto para pronunciar esa «s» que en mí se convirtió en algo tan peculiar. Los veranos, cuando regresábamos a la casa de mis abuelos y lográbamos hacer algunos amigos, a duras penas en la difícil edad de la adolescencia, éramos siempre «las godas». Daba igual que juráramos que éramos canarias, nuestro acento ya no era «de verdad». Y cuando volvíamos a nuestra casa, a Oviedo, volvíamos a ser «las canarias». Recuerdo también una vez, en 2° de BUP, cuando el profesor de Lengua me pidió que leyera en alto. En la clase se oyó alguna risa, algún cuchicheo y alguna imitación de mi seseo. El profesor interrumpió mi lectura, enfadado, y preguntó que qué era lo que hacía tanta gracia. «En vez de reírse, deben sentirse afortunados de poder escuchar de la voz de una compañera, un acento tan hermoso», y me pidió que siguiera leyendo. Lo hice, roja como un tomate, pero orgullosa. Orgullosa de mi acento y orgullosa de mi profesor. Y orgullosa de los compañeros que, al terminar la clase, me pidieron perdón.
Un comentario en “Perdimos las burbujas pero no el acento”
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